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Juegos Olímpicos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Simone Biles y el peligro de las buenas palabras

De lo ocurrido con la gimnasta desconcierta la peligrosa asociación entre la ansiedad y las exigencias propias de la alta competición

Simone Biles, en la grada, durante la final masculina por equipos de gimnasia artística.
Simone Biles, en la grada, durante la final masculina por equipos de gimnasia artística.MARTIN BUREAU (AFP)
Rafa Cabeleira

Es una posibilidad -y solo una posibilidad- que el ejemplo de Simone Biles empiece a quedar sepultado bajo los millones de mensajes que hoy alaban su gesto: es el peligro de las buenas palabras, a menudo confundidas con la acción. De un modo u otro, las utilizadas esta semana recuerdan a las que surgieron tras la famosa polémica del “vete al médico”, aquel berrido casposo que un diputado del Partido Popular dedicó a Íñigo Errejón cuando este trató de introducir en el debate la deficitaria atención hacia la salud mental que se dispensa en nuestro país. Aquello ocurrió, se discutió durante unos pocos días, los responsables de las distintas administraciones con competencias en la materia montaron su afectado numerito en las redes sociales, y ahí se quedó todo hasta que el terremoto Biles ha vuelto a poner la cuestión sobre la mesa.

Podemos entrar a valorar el peso y la importancia de cada ejemplo. El de la gimnasta nos parece, ahora mismo, el no va más, un verdadero punto de inflexión: por reciente y porque hablamos de una de las deportistas más grandes de la historia, la reina indiscutible de los últimos ciclos olímpicos. ¿Cómo imaginar que su impecable aterrizaje en el terreno de lo humano pueda no servir para nada? Si optamos por una visión descreída del mundo, basta con compararlo con la huella apenas visible que dejaron tras de sí algunos casos similares. El de Michael Phelps podría ser el más aproximado por la envergadura de su leyenda, pero hay otros muchos, todos ellos relegados al rincón del olvido sin provocar mayor respuesta que un puñado de -sí- buenas palabras.

En España, hace ya unos cuantos años, rozamos todos los límites de la bufonada y el hijoputismo cuando Iván Campo sufrió una crisis de ansiedad antes de un partido. Venía de cometer un penalti un tanto absurdo ante la UD Las Palmas y de fallar un pase sencillo contra el Betis que derivó en gol de los sevillanos, ambas acciones repetidas y exorcizadas en los medios hasta la saciedad. “Viví un momento en el que sentía que cualquier cosa que hiciese me iba a salir mal”, declaró tiempo después. “La gente se piensa ‘uy, este chico, ¿por qué tiene ansiedad? Si es un jugador de fútbol, si vive muy bien, si gana mucho dinero, tiene una buena casa y un buen coche’. Se olvidan de que también somos personas”. Su testimonio removió algunas conciencias y, casi como descargo nacional podríamos alegar que, cuando llegaron las primeras noticias sobre los problemas de Andrés Iniesta, ya nadie se atrevió a utilizarlos como chanza.

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De lo ocurrido con Biles -además del escepticismo que me provocan las implicaciones a futuro que muchos creen intuir- desconcierta la peligrosa asociación entre la ansiedad y las exigencias propias de la alta competición. Comprendemos su bloqueo por razones evidentes, pero nos cuesta más cuando el afectado es un policía municipal, un camionero, un estudiante o un jubilado. La salud mental se mueve en un delicado equilibrio que no depende de las aspiraciones olímpicas o de un penalti grosero, por eso conviene utilizar los ejemplos de oro en su justa medida para no terminar contaminando por exceso la realidad. El de Biles, eso sí, puede resultar impagable para quienes sientan que la vida nunca espera y que no te puedes parar aunque lo necesites: ella tampoco podía y, como uno más de sus ejercicios imposibles, vaya si lo hizo.

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