Historia de un penalti que no podía entrar
Mi padre supo que Morata iba a fallar su penalti por pura superstición: mientras las cámaras de televisión lo enfocaban camino del área, el perro de nuestro vecino se puso a aullar
Mi padre supo que Morata iba a fallar su penalti por pura superstición: mientras las cámaras de televisión lo enfocaban camino del área, el perro de nuestro vecino se puso a aullar. Vaya por delante que mi viejo es una persona perfectamente cabal y que el chucho tiene fama de anunciar —siempre con idéntico escándalo— las visitas de la parca al pueblo, anticipándose por mucho al primer familiar que descubre tieso al difunto y da la segunda voz de alarma.
El martes, por primera vez en muchos años, mi padre no temió por su delicado corazón al escucharlo. Ni siquiera por el mío, que también va soportando lo suyo. Lo que hizo fue echarse las manos a la cabeza, mirarme durante un par de interminables segundos y decir aquello de “lo va a fallar; cualquier día de estos mato a ese maldito perro”. Estaba tan convencido de su premonición, tan desesperado por saber que el tiempo le acabaría dando la razón, que por un momento pensé en que a lo mejor era el pobre Morata quien se moría justo antes de chutar, la responsabilidad recaería entonces en otro compañero y el perro de nuestro vecino, además de la vida, conservaría su lúgubre prestigio intacto una vez más: no pudo ser.
Es curioso analizar el proceso que ha completado medio país con el desempeño de la Selección en esta Eurocopa: el famoso papelón, al menos por esta vez, no fue cosa de los futbolistas ni del seleccionador, sino de una parte de la afición —y sobre todo de la prensa— que apostaron todas sus fichas al fracaso estrepitoso y prematuro de los nuestros. Desde los tiempos de Clemente y aquella cruzada radiofónica que nos hizo tomar parte, no se recordaba una previa con tanto pesimismo, tanto golpe de pecho y tanta advertencia velada. Echado el balón a rodar, ya no se trataba de que España jugara mejor o peor, de que ganase o empatase: tan solo importaba llevar razón y, en medio de esa locura colectiva, todos miraban con ojos de gato a Morata, a Luis Enrique, a la famosa nevera, al pasaporte de Laporte y al DNI de Pedri.
Lo del delantero de la Juventus fue especialmente sangrante. En un país tribunero como pocos, de nada servían sus carreras eternas, su esfuerzo titánico o su rigor táctico.
Lo del delantero de la Juventus fue especialmente sangrante. En un país tribunero como pocos, de nada servían sus carreras eternas, su esfuerzo titánico o su rigor táctico. De repente nos dio por pensar que solo Morata fallaba goles cantados, que los que mandaban al limbo Mbappé, Cristiano Ronaldo o Harry Kane eran harina de otro costal, y que los principales culpables de todo aquello eran Luis Enrique por confiar en él, sus compañeros por no armar un buen motín y Ceferin por actuar con guante de seda y no expulsarlo para siempre del universo UEFA. Hasta amenazas de muerte llegaron a recibir él y su familia, el pan nuestro de cada día en esta España envenenada donde odiar sale tan barato que ya ni siquiera atendemos al resto de la oferta.
La eliminación en semifinales, después de desmontar con las armas habituales el hype preciosista de Italia, dejó un regusto amargo porque hasta el más incrédulo tuvo que entregar las armas. Pero nos faltó un número para completar el bingo. Habría sido bonito coronarse campeones en Wembley, a ser posible contra Inglaterra y con un francés dirigiendo la defensa, pero, para desgracia de un país entero, al perro de mi vecino se le dio por aullar en el peor momento. “Qué le vamos a hacer: ese penalti no podía entrar”, me decía mi padre ayer mismo, camino del funeral por el alma de Doña Erundina.
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