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El falso impostor Asier Martínez logra su mejor marca (13,22s) y termina sexto la final de los 110m vallas

El gran favorito, Grant Holloway, se hunde al final y es superado por el veterano jamaicano Hansle Parchment (13,04s)

Carlos Arribas
Parchment, en primer término, cruza la meta. El español Asier Martínez, al fondo, medio tapado por Holloway.
Parchment, en primer término, cruza la meta. El español Asier Martínez, al fondo, medio tapado por Holloway.David J. Phillip (AP)

Asier Martínez, miope coqueto, ni lentillas ni gafas, se cree un impostor y le gusta serlo. Tiene 21 años. Debuta en unos Juegos Olímpicos, el festejo de los mejores del mundo en el que no hace ni seis meses no pensaba que pudiera estar. Está en la final de los 110m vallas y espera que nadie se dé cuenta de que está ahí y le pregunten que qué se cree que pinta ahí, y que aparezca un portero para echarle de la fiesta. Agresivo y metódico, y muy limpio, termina sexto y logra la mejor marca de su vida (13,22s, el segundo español en la historia, tras Orlando Ortega). Los técnicos españoles le miran y se asustan de gozo: qué calidad, que consistencia, qué forma de competir. Sienten que tienen una bomba entre las manos.

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No gana el gran favorito, el campeón del mundo Grant Holloway (13,09s), segundo, sino un jamaicano de 31 años llamado Hansle Parchment (13,04s), uno que ya fue medallista de bronce en Londres 2012 y que entre la décima valla y la recta lisa aprovecha el pinchazo habitual del estadounidense que es dinamita en la salida y pólvora mojada al final. Tercero es otro jamaicano, Ronald Ley (13,10s). Y faltaba, como faltaba Orlando Ortega, lesionado, y segundo entonces, el campeón de Río, el también jamaicano Omar McLeod, que no logró plaza en los trials de su país.

Termina Asier Martínez (de Zizur Mayor, junto a Pamplona), entra en la zona en la que le esperan los periodistas y dice que su presencia le marea, que fuera, en el estadio, dejando reposar su corazón alborotado, estaba mucho más tranquilo. Y no saca pecho ni se golpea con los puños como Tarzán y algunos de sus colegas. Al contrario, confiesa que, en realidad, siempre ha pensado que es uno que toda la vida se ha colado de rondón en sitios donde se junta la gente importante, y que ahí puede molestar. “Siempre he tenido el síndrome del impostor”, dice, y habla de una condición muy estudiada, la de las personas tan perfeccionistas que creen que los demás les creen mejor de lo que son, y que les están engañando. “Pero así no solo me siento más libre, también más yo mismo. No sé lo que espera la gente de mí, pero sí lo que yo espero de mí”. Piensa así, y actúa siguiendo sus esperanzas, que nunca anuncia, y que no son las de un impostor, sino las de uno de los ocho actores de una gran final, y en los tacos de salida son todos iguales. Un atleta con todo el derecho del mundo a sentirse importante.

El impostor sale por la calle dos —se corre de la dos a la nueve, la uno está vacía—, la mejor para su gusto: con el pasillo a su izquierda libre, evita la sensación de enjaulamiento, el efecto túnel claustrofóbico que se siente en una de las calles centrales, estrechos pasillos (1,22 metros de ancho) en los que se cruzan brazos, y hombros y manos. Respira. No es que le fueran a molestar mucho en la final, a fin de cuentas, porque con su salida controlada rápidamente se queda atrás, ve a Pozzi a su derecha, que le saca enseguida tres metros. Se arremanga y se pone a la tarea de disfrutar de la experiencia, su objetivo público. Acelera según los demás empiezan a frenarse y adelanta a unos cuantos, y en la zona lisa, su favorita, adelanta el pecho cuando más cerca está de todos, y de ahí sale sexto como podía haber salido quinto (queda a seis centésimas del francés Martinot Lagarde) o como podía haber sido séptimo (saca ocho centésimas a Pozzi). “Las vallas son así”, resume. “Más abiertas que ninguna otra especialidad atlética”.

Cuando lleva a algún deportista en su coche, a Ramón Cid, ex director técnico del atletismo español, le gusta someterle al test Janis Joplin para medir su personalidad, su curiosidad, su interés por los asuntos ajenos al atletismo. Les pone música de la blueswoman electrizante de los años sesenta de la revuelta y espera sus reacciones. La mayoría, jóvenes de reggaetón, se espantan y le piden que lo quiten, y nunca en su vida habían oído hablar de la cantante de Texas. “Asier tampoco reconoció su música, pero sí que había oído hablar de ella, la ubicaba en la historia de la música”, dice Cid del atleta que se entrena en Pamplona y estudia Políticas en Bilbao. “Y a partir de ahí, conversando, me di cuenta también de que está muy formado, muy leído, de que tiene opiniones propias y fundamentadas de muchos asuntos”.

Tan dueño de su mundo es el atleta que ni eso quiere reconocer, prefiere que se piense que lo único que le gustaba era salir de fiesta todas las noches, y que es a eso a lo que ha renunciado para ser mejor atleta. “El deporte ha forjado mi carácter, mi persona”, dice. “Decidí apostar por él hace un par de años y más durante la pandemia. Intenté ser mejor y tuve que renunciar a otras cosas. Soy un chaval de 21 años. Salgo menos, pero hay tiempo para todo”. Para ser un campeón también o para ir a donde le guíe su deseo. Y recibir el mayor premio posible, como, por ejemplo, tirar el cohete del chupinazo de los Sanfermines al mediodía del 6 de julio de 2022. Y no necesitaría colarse para hacerlo, porque hacia ello aceleró saltando vallas en Tokio, y se lo ganó.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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