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alienación indebida
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Violencia en los estadios: el tonto y la linde

A Vinicius se le sigue considerando el responsable último de los insultos racistas que recibe y, a este paso, pronto acabará sucediendo lo mismo con Lamine Yamal

Lamine Yamal, durante el último partido del Barcelona en Vallecas ante el Rayo.
Rafa Cabeleira

El único acusado por los insultos racistas que sufrió Iñaki Williams en el campo del Espanyol acaba de aceptar, ante la sección sexta de la Audiencia de Barcelona, una condena de un año de prisión, dos sin poder entrar en ningún recinto deportivo y una multa de 1.086 euros. Los hechos ocurrieron en enero de 2020 y la sentencia llega apenas unos días después de que algunos aficionados del Rayo Vallecano despidiesen a los futbolistas del Barça entre una lluvia de objetos e insultos de todo pelaje.“¡Perros!”, le gritó uno de ellos a Frenkie de Jong y Alejandro Balde, amén de impedir que estos regalasen sus camisetas a unos pobres niños que así se lo solicitaban desde la grada: nuestro fútbol no solo no aprende, sino que parece desaprender a marchas forzadas.

Hubo un tiempo en el que pareció que las cosas mejoraban. Veníamos de años diabólicos donde una mayoría de los grupos de animación —ahora se les llama así— portaban todo tipo de simbología nazi en los estadios, insultaban sin miramientos a los futbolistas negros y se ejercía la violencia física con escaso complejo y ningún sentimiento de culpabilidad.

En algunos casos, no pocos, los ultras contaban con el apoyo expreso de los clubes, que los mimaban con entradas gratuitas, viajes a los campos rivales y hasta instalaciones dentro del propio estadio donde guardar su extenso arsenal de odio y disuasión. Todo aquello se acabó, al menos en teoría, pero lo que hoy destilan nuestras gradas empieza a resultar igual de preocupante, sobre todo cuando movemos el foco hacia el grado de comprensión, cuando no de compromiso, que este tipo de comportamientos parecen encontrar entre quienes debieran denunciarlos sin objeciones de ningún tipo.

Desde el incidente con Iñaki Williams en Cornellà-El Prat hemos visto casi de todo. A Vinicius Jr., por ejemplo, se le sigue considerando el responsable último de los insultos racistas que continúa recibiendo en distintos lugares y, a este paso, pronto acabará sucediendo lo mismo con Lamine Yamal. Ya está ocurriendo, de hecho, pero el debate público parece centrarse en qué hacen o no hacen los futbolistas afectados para provocarlos, cuando no para merecerlos, mientras la ola de odio y crispación se va haciendo cada vez más grande, cada vez más incontrolable. Puede ser un mero reflejo de lo que está pasando en otros ámbitos de nuestra vida diaria, el fútbol suele serlo, pero no por ello debería resultar menos preocupante, ni menos admisible: la violencia no se va a detener mientras sigamos pensando que el problema lo tienen otros.

Lo ocurrido en Vallecas el pasado domingo encierra algunas lecciones que deberíamos aprovechar. Una grada, en guerra con su presidente, que se considera propietaria de una parte del estadio: allí dictan sus leyes y sus formas. Un ambiente hostil hacia el árbitro por el mero hecho de serlo, predispuesta una amplia mayoría a creer en su culpabilidad, pues la actualidad informativa parece girar, cada vez más, en torno a esto. Y un grupo de futbolistas, jóvenes y desenfadados, que acaparan portadas y horas de debate sobre su forma de celebrar los goles, sus relaciones personales o las fiestas de verano. Es el caldo turbio en que se refocilan los violentos y los maleducados, cada vez más convencidos de que el fútbol les pertenece por derecho y sin obligaciones. Pocas cosas hay más perversas que las pasiones incontrolables, pero se me ocurren al menos un par de ellas: los excesos consentidos y la barbarie contagiosa. O contagiada, que a veces ya no sabe uno dónde termina el tonto y dónde comienza la linde

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