Atalanta o para qué sirve el fútbol
Hay días en los que el fútbol sirve para algo que ni es cuenta de resultados ni balance económico ni algoritmo. Algo que le conecta, simplemente, con la vida
Atalanta, club que tiene su sede en Bérgamo, acababa de conquistar su segundo título de la historia, ni más ni menos que una final de la Europa League, ni más ni menos que contra el invicto vencedor de la Bundesliga, el Bayer Leverkusen, ni más ni menos que el segundo título en su historia después de una Copa de Italia lograda en la temporada 1962-1963, ni más ni menos que tras perder por quinta vez una final de Copa de Italia contra el que fuera portaviones Juventus. Vamos, un momento de euforia máxima, de esos en los que se pierde el norte, las referencias, y uno se deja llevar, simplemente, por la felicidad, cuando su entrenador, el sabio Gian Piero Gasperini se asomaba a los micrófonos ávidos de felicidad para recordar, homenajear, dedicar, este enorme triunfo a las víctimas de la covid. Sí, bueno, la referencia parecería propia de una persona sensible a la realidad social que le rodea, a alguien conectado con aquello que la vida lleva a pesar de vivir en la burbuja del fútbol, de alguien que sabe, tal vez sus amplias y sabias canas le permiten saberlo, que el hoy está íntimamente ligado al ayer aunque todo vaya tan rápido, mucho más si le aplican el corrector de velocidad del fútbol, para que nos olvidemos de dónde venimos para ignorar a dónde vamos.
Porque si usted teclea, yo lo he hecho esta mañana, Atalanta, Bérgamo, covid, verá que la ciudad italiana y un partido de Champions disputado contra el Valencia está asociado a esos momentos de explosión de aquello y entonces no sabíamos lo que era, teníamos miedo de eso que flotaba en el aire y por momentos pensamos que nos haría salir más sabios, más fuertes.
Sí, Gasperini nos recordaba que la vida no es como un juego de esos en los que una vez que pasas una pantalla ya no vuelves a ese pasado, sino que es una película en la que todos los fotogramas, bueno, casi todos, tienen un sentido, una conexión, tal vez un porqué, y que en la felicidad había que recordar a todos aquellos afectados, a todos los fallecidos, de aquella su ciudad que se consideró y tituló como el punto cero de la pandemia en Europa. Si el fútbol, su capacidad de asociación y convocatoria, habían sido considerados como el inicio de los males, había que aprovechar el momento de la felicidad y la sonrisa para recordar a todos, todas, los que nos dejaron en aquellos tiempos de tinieblas y oscuridad.
Y eso me hace pensar en ese concepto que solemos manejar con excesiva soltura y que tiene que ver con aquello de ser un equipo grande. Sí, es cierto y justo asociarlo a sus logros, a las copas que contiene su sala de trofeos, a los seguidores y abonados que llevan asociados, hasta los turistas que visitan su museo, los selfies que se hacen cada día y las ventas de sus tiendas y sus camisetas. Pero es igual de justo y de grande asociarlo con la conexión con sus gentes, aquellas que son cercanas, próximas, tal vez lejanas en distancia pero de corazón cercano y que se sienten íntimamente representadas en el dolor y en la alegría, en las cinco finales perdidas anteriormente como en una noche mágica de Dublín. En la capacidad de representar a los desfavorecidos y saber homenajear a los doloridos, a los que se quedaron atrás, a aquellos que hoy hay quien piensa que son una pantalla superada y amortizada y a quien Gasperini, en representación de todo su club, homenajeaba, recordaba y llevaba, ojalá, un poco de luz y de alegría.
Sí, que quieren que les diga, hay días, noches, en las que el fútbol sirve para algo, para algo que ni es cuenta de resultados ni balance económico ni algoritmo. Algo que le conecta, simplemente, con la vida.
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