Una feliz consecuencia del Mundial femenino
Se equivocaron aquellos que pretendían salvar a Rubiales con el argumento de que España se podía quedar sin albergar la máxima competición de selecciones
Algunos que pretendían salvar a Rubiales (hay gente pa tó como dijo el Gallo) me argumentaban con el riesgo de perder el Mundial de 2030. Uno hasta me metió en el paquete a Andreu Camps, el secretario eyectado después, al que ponía de hombre clave en la operación. Ya se ve que no era así. Y hasta me apetece pensar más bien que, como me comentó ayer Segurola, esta depuración que están provocando nuestras campeonas del mundo ha podido obrar favorablemente. Frente a la imagen de país de gorilas que sugirió Rubiales tras la final, la reacción colectiva posterior nos ha beneficiado. Y también el propio título de ellas. Solo Alemania y España tienen la Copa del Mundo en hombres y en mujeres.
Esta designación pone a España en un primer plano, provocará inversiones en infraestructuras, traerá visitantes y nos dejará estadios muy mejorados, algunos de nueva planta. El plan CVC se ve ahora bajo una nueva luz. Y debe mejorar lazos con dos países vecinos con los que, a qué ocultarlo, venimos conviviendo con cierto recelo. No hay como conocerse y compartir tarea. Este Mundial a tres (con un prólogo al otro lado del charco, homenaje debido al centenario del primero, celebrado en Uruguay) ya se proyectó para 2026, pero la elección recayó en Estados Unidos, Canadá y México. Curiosa decisión en tanto en cuanto coincidió con las proclamas de Donald Trump de separar a su país.
En fin, el Mundial vuelve a España. Compartido con otros cinco países, pero en un modelo que nos reserva el papel principal. Y a los de mi quinta y próximas la memoria se nos va hasta 1982, cuando lo organizamos. Entonces en solitario y ya asumiendo una ampliación, de 16 a 24 equipos. Así que repartir el peso no está mal.
¿Qué quedó de aquello? Digamos que no salió muy bien. Nuestra selección dio el cante, pasó de fase remolcada por los árbitros, no vamos a engañarnos a estas alturas, y en la segunda liguilla cayó sin apelación. Se jugó en 14 ciudades y 17 estadios que hubo que reformar en profundidad, con una promesa de ayuda pública que no se cumplió. Muchos clubes se entramparon más de lo que ya estaban, y en el futuro se entramparían aún más, disimulando nuevos derroches en esa deuda histórica del Estado. Así hasta un Plan de Saneamiento, ya cuando aparecieron nuevos contratos televisivos (Autonómicas y Canal +) que taparon agujeros, pero sólo eso.
Pero fue un buen Mundial, con muchas cosas que recordar. Sobre todo quedó Italia, campeona con su juego sabio y científico, y con los goles de la final celebrados de forma singular por Sandro Pertini, viejo luchador antifascista y a la sazón venerable anciano, cuyas efusiones hacían reír al Rey Juan Carlos, entonces en sus máximos de popularidad. Y también Brasil, con su fútbol samba en Sevilla jugado a un alegre ritmo que subrayaba una cometa bailarina. La Canarinha fue, a falta del nuestro, el equipo favorito de los españoles, que sufrimos su derrota en el viejo Sarriá precisamente ante los italianos como cosa propia.
Fue también el Mundial de la expulsión de Maradona, de la atrocidad impune de Schummacher sobre Battiston, del emir de Kuwait que quiso retirar a su equipo, de los 10 goles encajados por El Salvador y del sucio biscotto entre Alemania y Austria para dejar fuera a Argelia, algo que indignó a todo El Molinón.
Pero fue, insisto, un buen Mundial, que ganó el mejor, al menos a mi gusto. Y en los años posteriores vivimos un crecimiento turístico en nuestro país, sobre todo de italianos.
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