“Somos unos pijos” o la cultura del vestuario ciclista como forma de distinción
Bicicletas de 12.000 euros, maillots y coulottes de 200… vestirse para salir a rodar y no parecer raro cuesta un ojo de la cara
Todo el mundo aprecia a Oto, el colombiano rastafari que siempre lo da todo. Sale en cabeza y si no pincha seis veces, como el pasado día, siempre llega con los primeros. Pero solo. Ataca a todo lo que se mueve, incluso a los que circulamos en bicis eléctricas. Le da igual. Le alcanzamos y tras reposar dos minutos sale disparado por una esquina. Después, con un manotazo al aire te dice que pases, le animas y él suspira un ya, ya, que nadie sabe cómo interpretar. Mueve la bici como si bailase y no le teme a nada, salvo a perderse, algo que nos ha ocurrido a todos aunque vayamos con la nariz pegada a la pantalla del GPS. Tampoco le gusta ir a rueda, puede que porque es una costumbre ventajista e incluso poco ética. Prefiero no saber lo que opina de las bicis eléctricas. Iñigo, líder junto a Joseba en la categoría por parejas que suman más de 100 años (cincuentones, para atajar) lo tiene claro: “odio las eléctricas”. Para tranquilizarle, le aseguro que con lo que cuestan, nunca habrá muchas y entonces, reconoce, que “somos unos pijos”.
Absolutamente de acuerdo. “Es que todo es un timo, nada vale lo que realmente cuesta, se queja”, realidad extensible a casi todo lo que compramos, ya sea en una tienda de bicis o en el supermercado. La bici siempre tuvo aspecto de medio de transporte para pobres, y los ciclistas gentes modestas que se enfrentaban a su categoría social con pedaladas furibundas. Los inquilinos del taller en el que trabajé de niño eran todos obreros, lo que no les impedía gastarse burradas en aligerar sus máquinas en lugar de ponerse a dieta. “Es que de un tiempo a esta parte, los ricos han llegado al ciclismo”, explica el comentarista de Eurosport Antonio Alix. Es el ciclismo un deporte que ha derribado sus barreras sociales para invitar a los más pudientes. Ayer, en el garaje donde guardamos las bicis, un entendido me fue cantando los precios de las máquinas. Parecía que cantaba el Gordo de Navidad: esta Pinarello, 12.000 euros, la Orbea esta, con esas ruedas, 10.000, esta de aquí, 8.000… ah no, 10.000 porque lleva el grupo electrónico.
Dijo que entre las 30 bicis guardadas en el hotel había más de 200.000 euros en material. Y lo mismo ocurre con los complementos: gafas, cascos, cremas, maillots, coulottes, GPS, guantes, manguitos, perneras, chalecos, cortavientos, cubre zapatillas, mochilas, bolsas para los recambios, zapatillas, calcetines… cuyos precios asombran. “Los maillots que comercializo no deberían costar más de 40 euros, son un simple trozo de tela, pero si no los pongo a 120 euros, no los vendo”, asegura un fabricante que prefiere guardar el anonimato. Deporvillage, tienda online catalana y copatrocinadora de la Transpyr, asegura a través de su gabinete de relaciones externas que el ciclismo es uno de sus principales argumentos de venta. El perfil de sus compradores es, según la tienda, “un cliente que practica deprte de manera intensiva y lo hace más de cuatro horas semanales. Realiza una fuerte inversión en artículos deportivos y valora la calidad por encima del precio, ya que busca mejorar sus habilidades deportivas y técnicas”.
En el mundo de los pedales, los complementos y la ropa del ciclista no son solo funcionales sino una forma de expresión personal y un símbolo de identidad en la comunidad. El otro día me adelantó una corredora neerlandesa cuyos calcetines mostraban una mano en forma de peineta… no supe qué pensar. “Todo esto es fruto del trabajo de mercadotecnia de los fabricantes, que han trabajado mucho para hacer del ciclismo un estilo de vida con una cultura propia”, explican en Deporvillage. Lo cierto es que, para no parecer globeros, vamos de punta en blanco… y empezamos a parecernos peligrosamente a los esquiadores de los valles austriacos.
Son otros Pirineos, diferentes, amables, de amplios valles verdes que apuntan al Mediterráneo. La orografía parece tomarse un respiro dejando atrás los grandes macizos del centro de esta fastuosa cadena de montañas que recorremos de mar a mar y a golpe de pedal. En la Cerdanya, la sierra del Cadí parece el último bastión moderadamente fiero. Descendemos generosamente hacia el final de un trayecto único justo cuando los Pirineos empezaban a parecer infinitos en su extensión y en sus postales. Ayer mismo, en Vielha, se podía notar la presencia del Aneto, techo pirenaico, justo ahí, al otro lado del Valle. Anteayer, en Bagnères de Bigorre, el Pic du Midi y el observatorio astronómico plantado en su cima son la referencia de una localidad donde los baños termales ya han dejado de ser un reclamo turístico poderoso y el vecino Tourmalet quiere ser algo más que un símbolo.
En 1910, el francés Octave Lapize se convirtió en el primer ciclista del Tour en coronar el Gigante, lugar de encuentro no solo de campeones sino de pastores, labradores y habitantes de los valles de Bigorre. Bagnères quiere hablar el idioma ciclista y el pasado 3 de junio abrió sus puertas un local bautizado como Octave y que pretende ser la semilla de una comunidad unida alrededor de los apasionados del ciclismo. Todos los participantes de la Transpyr fueron invitados a un café en un local de enorme amplitud que mezcla varios conceptos: taller de bicicletas, cafetería, boutique, centro de encuentro… Bruno Armirail, reciente portador unas jornadas de la maglia rosa del Giro y pirenaico de nacimiento figura en segundo plano en un proyecto inaugurado por el Director del Tour, Christian Prudhomme. Octave se ha asociado con la Transpyr ofreciendo un premio a los mejores escaladores de la versión de carretera, con cuatro puertos míticos cronometrados: el Col D’Arnosteguy, el Col de Soudet, el Tourmalet y la Hourquette D’Ancizan. Afortunadamente, pasamos cerca pero en otro ambiente, muy lejos del asfalto, en otro mundo libre de coches.
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