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Blogs / Deportes
El Montañista
Coordinado por Óscar Gogorza

Kazuya Hiraide:“No hay montaña imposible si estás dispuesto a morir”

El alpinista japonés, una de las grandes referencias del siglo XXI, repasa una trayectoria que le ha concedido tres Piolets de Oro

Kazuya Hiraide, en Aretxabaleta, Gipuzkoa

Habían pasado 15 años desde que el japonés Kazuya Hiraide divisó el Shispare (7.611 m), una cima del Karakoram pakistaní a la que juró dedicar su vida de alpinista. Su obsesión acabó por conducirle hasta su punto culminante, que alcanzó en su cuarto intento. Allí, en lo más alto, se arrodilló sobre la nieve, se quitó una de sus manoplas y rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de pluma. Extrajo una fotografía de su amiga alpinista Kei Taniguchi, fallecida dos años antes (en 2015) en un accidente de montaña. Con ayuda de uno de sus piolets, cavó un generoso agujero en la nieve y enterró allí la imagen. Había llegado a pensar que había encontrado, finalmente, una montaña imposible de escalar. De haber seguido con vida, Taniguchi hubiese estado a su lado ese día. Pero solo conservaba su recuerdo y la fotografía. “Ese día pude enterrar el dolor que me paralizaba. Entendí que ella no se había ido, que viajaba conmigo, en el corazón”, explica señalándose el lado izquierdo de su pecho. Después, Kazuya Hiraide estuvo más de un año sin escalar, preguntándose qué había aprendido de su extensa relación con el Shispare, la montaña que había sido “la vara de medir” de sus carencias “como escalador y como ser humano” durante tres lustros. Incapaz de dar con una respuesta, decidió salir a buscarla en otra montaña.

Hiraide, de 43 años, es uno de los alpinistas más celebrados del siglo XXI, también un perfecto desconocido ajeno a la mercadotecnia que convierte en figuras a europeos, norteamericanos y canadienses. De gira por España (Bilbao, MendiFilmFestival) y de la mano de su patrocinador guipuzcoano (Ternua), la presencia de Hiraide supone un raro lujo que merece la pena saborear, de ahí que la entrevista arranque con el desayuno y se termine con la cena. Hace falta tiempo para entender la vida de un alpinista tan excepcional que, advierte, mira de reojo la retirada “pero no sin antes enfrentarme a un par de retos, a la cara oeste del K2, por ejemplo. He cambiado, mi vida lo ha hecho, tener una familia con dos hijos de siete y cuatro años lo altera todo… pero aún mantengo la pasión”, asegura en tono de excusa.

Casi nadie hubiera podido escalar la mayoría de las montañas que ha escalado Hiraide en el Himalaya: hacía falta encontrarlas, primero. Había que desearlas, también. Hasta que cumplió los 20 años de edad, Hiraide fue atleta, fondista. Pero algo no iba bien: “Salir de un punto A para llegar a un punto B me parecía muy restrictivo, así que empecé a soñar con una disciplina que me permitiese crear mis propios itinerarios, ir donde quisiera y hacerlo compitiendo solo conmigo mismo. Así me giré hacia el alpinismo”, explica con su primer café y tras haber corrido 15 kilómetros. Aún corre a diario. De pronto, se quita una zapatilla, el calcetín, y muestra un pie derecho al que le faltan cuatro dedos amputados en 2005, tras escalar la arista noroeste del Shivling junto a su amiga Kei. Su naturalidad resulta desconcertante, pero entonces se quita la zapatilla del pie izquierdo y ahí aparecen los muñones de otros tres dedos, cortados hace apenas un año. Entonces, asegura, “pensé que mi carrera había llegado a su fin. Estuve tres días en un hospital de Pakistán sin encender siquiera el teléfono, asumiendo mi tristeza, dispuesto a dejarlo todo. Mi mujer me convenció para seguir…”, sonríe con gesto de alivio. “Para ser alpinista hace falta ser fuerte, tener experiencia y mucha fortaleza mental… pero me llevó años entender que para escalar duro, debía ser primero una persona más fuerte, una mejor persona”, encadena con gesto humilde.

Kazuya Hiraide, en el Shispare, en 2017.

Hiraide decidió crearse su itinerario de forma casi literal: fotocopió todos los mapas del Karakoram que pudo encontrar, los unió hasta obtener un mural de grandes dimensiones y empezó a leer las obras del club alpino japonés para saber qué cimas se habían conquistado y cuáles eran un interrogante. Coloreó en verde las que habían sido escaladas, marcando en rojo sus rutas de ascenso. Con su enorme mapa desplegado, saltaban a la vista de forma obvia varias zonas en blanco, zonas sin explorar. Allí se dirigió, vestido con la inconsciencia de la juventud y sin aceptar la derrota como una derrota. En total, desde 2001, acumula 18 expediciones y la apertura de 12 rutas nuevas, entre las que cabe reseñar sus tres Piolets de Oro: 2008, cara suroeste del Kamet, 7.756 m, junto a Kei Taniguchi, primera mujer galardonada con el premio; 2017, cara noreste del Shispare (7.611 m); 2019: Cara sur del Rakaposhi (7.788 m).

Durante años, Hiraide recorrió valles del Karakoram con su enorme mapa en las manos, buscando “tesoros ocultos”. Necesitaba explorar tanto como escalar, dibujar su camino, sentir la libertad de moverse sin restricciones. Era joven y llegó a convencerse de que “no había montaña que no pudiese escalar si estaba dispuesto a perder la vida en el intento”. Pero sin saber por qué, se obsesionó con el Shispare, el hilo conductor de buena parte de su carrera, el lugar al que regresar cuando perdía “el rumbo” de su vida. Casi todas las expediciones realizadas las ha pagado con sus ahorros, primero trabajando para un distribuidor de material deportivo, y desde 2012 como cámara de altura.

En 2010, la vida le salió al paso con un episodio horrible que, de nuevo, lo apartó del alpinismo. Escalaba el Ama Dablam para abrir una nueva línea, junto al alemán David Goettler, cuando los peligros de aludes y la inestabilidad del terreno forzaron su retirada. Pronto se vieron atrapados en un callejón de salida y llamaron al helicóptero, acostumbrado a lidiar con todo tipo de rescates en el vecino Everest. El piloto colocó un patín en la nieve y se llevó a Goettler. Regresó y calcó la maniobra, pero la hélice tocó la ladera y el aparato cayó entre humo negro, rebotando contra la pared. Piloto y copiloto fallecieron. Hiraide dejó de escalar. Un año después, pudo hablar con las familias de los desaparecidos: le rogaron que siguiese escalando, que disfrutase del regalo de seguir con vida. Decidió regresar a una montaña remota, donde los rescates no fuesen posible.

Al principio de su carrera, los compañeros de cordada eran meros accesorios: se conformaba con que supiesen asegurarle mientras escalaba. Pero entonces conoció a Kei y quedó asombrado no solo por su capacidad técnica sino por su capacidad para hacer suyos los sueños de Hiraide. “Es extraordinario encontrar una voluntad como la tuya, un nivel de compromiso idéntico. La fuerza de la cordada se multiplica”, explica emocionado. Antes de cada expedición, afrontaba a solas la misma pregunta: “¿Estoy lo suficientemente comprometido como para asumir que puedo perder mi vida?”. Ahora, la experiencia le permite diferenciar una ascensión severa, técnicamente exigente, de una peligrosa: “Si es duro, iré con coraje; si es peligroso, daré media vuelta para salvar mi vida y la de mi compañero”, resume, no sin advertir que este tipo de toma de decisiones es sumamente delicada, fruto de una experiencia enorme. Cuando perdió a Kei, entendió que una pérdida de ese calibre podía matarle. Sencillamente, “no era capaz de encontrar las fuerzas suficientes para seguir con mi vida. Vivía en un estado de estupor, sin deseos de hacer nada. Decidí regresar al Shispare”, revela. “Pero aunque logré al fin pisar la cima, no extraje lección alguna de la experiencia. Regresé a un estado letárgico. Otro año pasó en blanco, hasta que decidí ir al Rakaposhi… y lo que encontré en su cima fue una versión mucho más humilde de mi persona. Empecé a entender que mi aproximación al alpinismo había sido errónea, ególatra, competitiva, obsesiva. Veo esta forma de ser en mi nuevo compañero, Kenro Nakajima. Escalo con él para que no se mate, para que aprenda de mis errores”.

Hiraide asegura que ya no le importan las conquistas, ya no desea tanto pintar de verde una cima en un mapa. Ha entendido que lo más le importa son las preguntas que le llevan a las montañas y las respuestas que, a veces, encuentra en sus entrañas. El mapa del Karakoram, ha descubierto recientemente, era la representación física de su mapa vital. Un espacio por completar, un espacio de libertad donde casi todo estaba por crear.

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