Todo el mundo comete errores, incluso Jon Rahm
En lo deportivo, Jon Rahm renuncia al PGA Tour para jugar en un circuito donde solo los muy cafeteros saben quién ganó cada uno de los ocho torneos disputados el año pasado


Ocurrió a mediados de mayo del año pasado, apenas unas semanas antes de que el primer torneo LIV Golf Invitational Series echase a andar a las afueras de Londres. Greg Norman, antigua leyenda del PGA Tour y ahora comisionado del nuevo circuito financiado por Arabia Saudí, era preguntado por el asesinato del periodista y disidente saudí, Jamal Khashoggi, en el consulado del país árabe en Estambul. “Todo el mundo comete errores”, respondió el Tiburón Blanco sin concretar demasiado quién había cometido el error, al menos en un principio, aunque por la segunda parte de su contestación podemos intuir que no se refería, felizmente, al asesinado: “lo único que quieres es aprender de esos errores y corregirlos en el futuro”.
Este es el tipo de preguntas incómodas con las que Jon Rahm deberá lidiar a partir de ahora, más allá de que el público pueda recordarle sus propias palabras sobre la naturaleza depredadora de LIV Golf y la renuncia a sus propios principios a cambio de unos 550 millones de euros, que no es moco de pavo. Desde ese punto de vista, el económico, su decisión resulta tan legítima que solo cabe aplaudir y, si acaso, envidiarla.
Es tantísimo dinero que, al imaginarlo todo junto, un billete encima del otro, se me vienen a la cabeza figuras tan exageradamente ricas como la de John D. Rockefeller. O incluso la de aquel anónimo, buen cristiano y coetáneo suyo que, calculaba, la fortuna del magnate petrolero superaba ya en su tiempo a la de Adán, el padre de la humanidad, si este hubiera ingresado un mínimo de 500 dólares diarios en una cuenta bancaria desde el mismo instante en que fue expulsado del paraíso. Pero hay otros puntos de vista, además del económico.
En lo deportivo, Jon Rahm renuncia al PGA Tour para jugar en un circuito donde solo los muy cafeteros saben quién ganó cada uno de los ocho torneos disputados el año pasado, torneos disputados a 54 hoyos y organizados en campos sin ninguna tradición. Se acabó lo de visitar Bay Hill, la casa de Arnold Palmer. O Muirfield Village, el jardín de Nicklaus. Ahora deberá conformarse con visitar algunas de las propiedades de Donald Trump, dueño de dos de los campos elegidos para disputar la pasada edición del nuevo engendro, incluido el torneo final. Porque la temporada de Jon ya no terminará en East Lake, disputándose con los 30 mejores jugadores del mundo tanto el Tour Championship como la FedEx Cup, sino en Doral, en un torneo invitacional sin cortes que nada –o muy poco- tiene que ver con la naturaleza misma del deporte, no digamos ya con la del golf, que es pura tradición adornada con aun más formalismos.
En lo social, desde el punto de vista del espectador o el enamorado del golf, duele especialmente el acuerdo de Rahm con los saudíes porque él mismo se ha declarado siempre como uno de los nuevos abanderados de dichas tradiciones, el heredero natural de Severiano Ballesteros y Tiger Woods, el chico que lo hacía todo por algún motivo, que lograba una comunión extraordinaria con el público, tanto en las victorias como en las decepciones, y que ahora se limitará a jugar voluntariamente, por dinero, unos torneos que no importan a nadie a la espera de verlo competir, de verdad, en los cuatro grandes. “Todo el mundo comete errores”, efectivamente: incluso Jon Rahm.
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