Mario García Romo, un gladiador romano en la corte de Jakob Ingebrigtsen
El atleta salmantino, única y gran esperanza española en la final del Mundial de Budapest de los 1.500m, la distancia reina para la afición
“Esto son los 1.500″. No es una proclamación. Es una constatación. La pronuncia Mario García Romo (Villar de Gallimazo, Salamanca, 24 años), un español en la corte de Jakob Ingebrigtsen, 48 horas antes de la final de 1.500m para explicar al que no sabe la eliminación en semifinales, para muchos sorprendente, de Mo Katir, tercero en el Mundial de 2022 y segunda mejor marca mundial del año, 3m 28,89s, una marca hasta hace nada inaccesible salvo para la muy restringida elite, décima mundial de todos los tiempos, y de Adel Mechaal, campeón de España de la distancia. Y también la de Tim Cheruiyot, el keniano campeón del mundo en 2019, y una marca de 3m 29,08s en 2023.
Esto es el 1.500m y esto es 2023. Una densidad insólita. “Habrá que correr en 3.28 para estar en las medallas”, dice García Romo. Siete de los 12 atletas en la final del miércoles (21.15) han bajado de 3m 30s, y uno está por debajo de 3m 28s, el fenómeno Ingebrigtsen, campeón olímpico de la distancia diosa del medio fondo, pero nunca campeón mundial, y le duele el agujero negro en su historial, el borrón que le supuso la derrota ante el inglés Jake Wightman en la final del pasado mundial. Así es el 1.500m, la prueba que Mario García Romo, cuarto hace un año, afronta con los ojos abiertos, la cabeza cargada de reflexiones, la mente liberada, las piernas ligeras y en los hombros delgados, solo visibles cuando viste la camiseta de tirantes en competición, desde abril, unos tatuajes inspirados en grabados de armaduras romanas. “Mi película favorita es Gladiator. Me gusta mucho la cultura romana, el peso que su conquista, la huella que dejó en la Península”, dice. “Y leer las Meditaciones de Marco Aurelio”.
La idea de la muerte, que tanto alumbró al emperador romano, también parece perseguirle al atleta que de un pequeño pueblo de la Moraña, junto a Peñaranda, se fue a estudiar a Estados Unidos, a la Universidad de Mississippi, y allí, en Estados Unidos, se hizo profesional con el club On, dirigido por Dathan Ritzenhein, y a sus órdenes entrena en Boulder, y allí vive en un piso. Y su compañero de apartamento es Yared Nuguse, de 24 años también, campeón y plusmarquista de Estados Unidos (3m 29,02s) y quizás el atleta más preparado en la final para derrotar al noruego insolente que se toma tan a pecho la ley de que no es el público el que debe animar al atleta sino el atleta al público que en la última curva de la semifinal se dedicó a jalear a la grada, que pensaba dormida, mientras adelantaba con ligereza y facilidad a todo el paquete de esforzados rivales. “Yared y yo somos amigos, pero en la pista somos rivales”, dice García Romo, que queda con él para ir a la piscina cercana al hotel-balneario de Isla Margarita que aloja al equipo español, y el Danubio fluye en corriente tumultuosa a ambos lados, y en el centro hay una fuente psicodélica en la que al ritmo de polkas tan húngaras bailan chorros de agua a presión como si fueran bailarinas de ballet. “Cuando estamos juntos hablamos de todo menos de atletismo. No nos gusta”.
Quizás hablen de las locuras nutritivas del norteamericano, devorador de hamburguesas, o de las lecturas que cada uno lleva en su mochila. Antes de ganar la medalla de bronce en los Europeos de Múnich, el verano pasado, García Romo paseaba llevando siempre bajo el brazo El Hobbit, de Tolkien. Este año, sus libros pesan más. Hace un mes leyó Running with the Buffaloes, la historia del equipo de cross de la Universidad de Colorado y de su entrenador en 1998, Mark Wetmore, que seguía los dictador de Athur Lydiard, el entrenador del gran neozelandés Peter Snell. En Budapest anda entre un libro sobre Percy Cerutty, el entrenador del gran australiano Herb Elliot; la narración del propio Roger Bannister, el estudiante de medicina inglés que antes de convertirse en el primer atleta que bajaba de 4m en la milla afiló los clavos de sus zapatillas en la piedra molar del laboratorio del hospital de Paddington en el que hacía prácticas y se comió un sándwich en el tren que le llevó a Oxford al mediodía, el 6 de mayo de 1954, y las reflexiones de Atul Gawande sobre la vejez y la muerte, la eutanasia y la necesidad de preservar la calidad de vida, que debe ser el primer mandamiento de los médicos, y no la supervivencia por la supervivencia.
“Tengo una lista muy larga de libros pendientes”, dice el atleta salmantino, tan metódico y ambicioso en sus lecturas como lo es en su vida de atleta, nutrición, entrenamiento, sueño, medidos, y los entrenamientos, el diario que alimenta después de cada carrera con notas que apunta para no darles más vueltas, y la confianza en ser el mejor del mundo, el deseo que alumbra a todos los atletas que compiten y que él no teme verbalizar. “Al final quedé tercero en el campeonato de España en julio y la verdad es que Katir y Mechaal estaban un paso por delante de mí, pero también creo que cometí errores en esa carrera y yo sabía que las dos semanas siguientes de entrenamiento me iban a venir muy bien”, dice el que será el único español en la final de 1.500m, que afinó su forma en la altitud de Saint Moritz, en los Alpes suizos, desde donde voló directo a Budapest. “Todo mi trabajo todo el año, mi renuncia a los Europeos de pista cubierta, mis entrenamientos, se han dirigido hacia el Mundial, como lo he dicho desde el principio de temporada y yo creo que estos últimos entrenamientos me han dado sobre todo mucha velocidad, que es lo que me faltaba un pelín”.
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