De la euforia en la ciudad a la calma chicha en Legazpi, el pueblo guipuzcoano de Irene Paredes
Los habitantes de la localidad observan con indiferencia el momento en que su paisana gana la Copa del Mundo
Aparece en la pantalla un primer plano de Irene Paredes y se escuchan un par de aplausos, y un “¡aúpa!” dedicado a la defensa central de España. Aunque los parroquianos de la taberna Oilarra apoyan a la selección española, el entusiasmo no es su fuerte. En la pizarra, los resultados de una porra con premio para quien acierte el marcador final, pero solo hay tres apuestas y nadie gana, aunque uno de los camareros borra su 2-0, y lo cambia, en el último minuto, por el 1-0 definitivo. En Legazpi, el pueblo de Irene, no hay ningún ambiente de final, ni nada parecido. De hecho, es como si toda la población estuviera de vacaciones lejos de allí, porque por las calles apenas hay gente, a pesar de una temperatura agradable que invita al paseo dominical.
Nadie se cuestionó colocar una pantalla gigante, y nadie se plantea celebrar la victoria de España, pese a que Irene Paredes es una de sus paisanas más ilustres, y da su nombre al complejo deportivo municipal y su campo de fútbol, sede del Ilntxa Sociedad Deportiva, en el que jugó una temporada. “Se le hará algo en septiembre”, es la vaga promesa que ha escuchado un vecino que se preocupó por el tema. La madre de Irene, que reside en Legazpi, no viajó a Australia, como muchos de los familiares de las jugadoras. El fallecimiento repentino de su padre, a quien la jugadora dedicó el triunfo, hace apenas dos meses, hizo que los planes cambiaran. En la víspera de la final se la vio con sus amigas, pero el partido ante Inglaterra lo vivió en la intimidad.
Solo en un par de bares se crea cierto ambiente. Uno de ellos es el Karibe, con una pantalla al exterior y varias sillas orientadas hacia ella. Se habla de fútbol, pero no de la final femenina, sino de los cambios de Imanol en el partido de la Real. Cuando marca España hay algún grito y aplauden los clientes del bar, pero con moderación. Tampoco son muchos. El otro, el Oilarra, cerca del Ayuntamiento, acoge a más personas, entre ellas un grupo de mujeres empeñadas en ver la final, y que a las doce en punto, mientras sonaban las campanas de la iglesia, se sentaban en la terraza del Elizondo, que tiene una pantalla al exterior, apagada, porque la noche anterior hubo mucho trajín y el dueño abrió más tarde.
En la segunda parte aparece Iñigo, el párroco de Santa María de la Asunción, con el alzacuellos desabrochado. “¡Madre mía!”, es su recatada exclamación cuando Irene Paredes cabecea un córner y el rechace le cae otra vez para disparar no muy lejos del poste. “Hubiera estado bien que marcara la del pueblo”. No quita la vista del televisor mientras comparte una ración de calamares con dos feligresas que lo acompañan.
Se pone nervioso, como los demás, cuando la árbitra determina que el descuento será de 13 minutos. Antes ha debatido sobre el penalti señalado a favor de España, y la forma de lanzarlo de Jenni Hermoso. Hay silencio y tensión en los últimos minutos, y un grito de “¡Acaba ya!” cuando Catalina Coll atrapa el último saque de esquina. Después un “¡bien!” colectivo, algunos aplausos y la desbandada. Nadie se queda a la entrega de la Copa del Mundo. Son más de las dos y hay que ir a comer a casa. Como antes del partido, Legazpi parece desierto. Solo un hombre mayor aborda al periodista que también se marcha, desde un banco de la plaza: “Mucho calor, ¿verdad?”, que suena un poco a ese “¿y el Madrid qué, otra vez campeón de Europa?” del anuncio.
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