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RELATOS DE UN AMATEUR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué lloramos cuando lloramos por fútbol

El balón es de alguna manera un canalizador de sentimientos más profundos (y sensatos), pero no siempre tangibles y concretos

Ernesto Valverde, del Athletic de Bilbao, perseguido por Toño, del Tenerife, durante un encuentro en San Mamés en el año 1991.
Ernesto Valverde, del Athletic de Bilbao, perseguido por Toño, del Tenerife, durante un encuentro en San Mamés en el año 1991.TXEMA FERNANDEZ (EFE)

He regresado muchas veces a aquel momento. Fue la tarde noche del 31 de agosto de 1991. El Athletic Club estrenaba la temporada en San Mamés ante el Sevilla. Era el debut de un nuevo delantero, Ziganda, recién llegado de Osasuna. Nosotros estábamos lejos, en Ojacastro, un pequeño pueblo de La Rioja, donde se celebraba el bautizo de mi primo Tomás. Yo tenía 16 años y me había peleado con mis padres porque quería faltar a la reunión familiar e ir al partido con mis amigos, pero se mostraron inflexibles. Tenemos una foto en el pórtico de la iglesia. Mis padres y mis hermanos aparecen sonrientes, diría que felices. Yo muestro el gesto del adolescente eternamente enfurruñado. Hasta el último momento mantuve la esperanza de que nos volviéramos pronto a Bilbao y poder llegar a tiempo a San Mamés. Pero fue en vano. Los brindis se sucedieron y la sobremesa se alargó hasta unirse a la cena. Cuando me di por vencido, pedí las llaves del coche familiar y allí, en soledad, mientras observaba el sol ponerse en ese precioso atardecer estival riojano, me conformé con escuchar la narración en la radio. Perdimos por cero goles a dos. Cuando el árbitro pitó el final, de pronto sentí que mis manos se agarrotaban. Creí que los dedos se me iban a romper como palillos. El corazón me latía desbocado y el pecho amenazaba con explotar. Me costaba respirar. Se hizo conmigo una angustia indecible que derivó al fin en un llanto desbordado. Como escribió Girondo, abiertas las compuertas, lloré empapando el alma y la camiseta, nadé en las propias lágrimas. En esas mamá vino al coche, sospecho que a comprobar si fumaba a escondidas, y me preguntó por qué lloraba. “Ha perdido el Athletic”, contesté, y ella negó con la cabeza.

Yo he llorado mucho por fútbol. He llorado mares, océanos enteros por culpa del balón. He llorado de todas las maneras posibles y en todos los lugares. Y en todas esas ocasiones he necesitado justificarme, porque es cierto que tiene algo feo y egoísta, en este mundo nuestro lleno de dolor y miserias, llorar por fútbol.

Por eso suelo sostener que los hinchas no lloramos solo por fútbol, sino que de alguna manera el balón es un canalizador de sentimientos más profundos (y sensatos), pero no siempre tangibles y concretos como un gol en contra producto de un penalti a todas luces injusto. Diría que el fútbol es como la música: no lloramos por la canción, lloramos con la canción. Por eso el llanto casi siempre nos sobreviene en los minutos finales del partido, en esos momentos en los que la ficción del estadio y la realidad del mundo que durante 90 minutos estuvo suspendida se encuentran temporalmente mezclados. El partido termina y la vida vuelve a nosotros (el verdadero origen de nuestra angustia), pero aún los límites entre el estadio y lo que queda fuera son borrosos, como cuando acabamos de despertar y en la mente se mezcla el sueño y la realidad. Por eso creemos que nuestros sentimientos son debidos a la pelota.

Aquella tarde noche de 1991 contesté a mamá que había perdido el Athletic y ella negó con la cabeza. Pero he vuelto muchas veces a ese momento y hoy sé que en realidad mi angustia tenía otro origen. Terminaba el verano, otra ficción, como la del estadio. Mi mundo estaba cambiando y tenía miedo. Pronto serían los exámenes de septiembre, que ya daba por suspendidos. Mis amigos pasarían de curso y yo quería volver atrás. En unos días, además, se cumpliría un año desde que aitite, mi abuelo materno, había muerto. ¡Lo echaba tanto de menos! Él pagaba mi carné de socio y mi padre me había advertido ya que él no podría hacerlo. En enero el club me daría la baja. Aquel era uno de los últimos partidos de una cuenta atrás. En definitiva: la vida volvía, con sus vaivenes, y yo tenía miedo y por eso lloraba. Pero cómo explicarlo, si apenas yo lo comprendía. No sé si mamá sospechó del origen de mi tristeza. Pero después de negar con la cabeza, me secó las lágrimas, me rodeó con los brazos y susurró algo así como que no pasaba nada, que no se pierde siempre y que llegarían tiempos mejores. Y yo pensé en el Athletic, claro, pero también apliqué esa esperanza a lo que quedaba fuera del estadio.

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