Luis Suárez, genio morriñento y lúcido hasta el final
Es un trato hermoso que ocurre con los deportistas de élite que nuestros ojos no pudieron ver: mandamos a nuestros padres antes para que los viesen por nosotros, y aún antes a nuestros abuelos
Luis Suárez Miramontes tenía una virtud singular que también le acarreó problemas: era sensible como un sismógrafo. Eso le convertía en un jugador extraordinario —el mejor del mundo durante un par de años— capaz de traducir los partidos con maneras de chamán inspirado.
Contaban leyendas del Madrid como Gento que “el gallego”, como le llamaba Di Stéfano a Luis Suárez (que quiso llevárselo al Bernabéu porque el sismógrafo de Suárez detectó primero runrún y luego silbidos contra él en Barcelona), olfateaba cualquier grieta en los rivales y ejecutaba con diligencia; que imponía el ritmo que necesitaban sus compañeros y que menos convenía a los adversarios; que su marca de agua siempre era la velocidad de pensamiento y de balón, avanzando como un palangrero llevándose todo a rastras, dominando los encuentros como un arquitecto domina los planos: si él mandaba en el campo, su equipo mandaba siempre en el marcador.
Fue un hombre sensible, morriñento y muy lúcido también en sus últimos días. Recuerdo de él un argumento finísimo sobre Mbappé que nos dejaba de medio lado a los que argumentábamos (y argumentamos) que su sitio era el Madrid si quería pasar a la historia: “El Madrid ha ganado y va a seguir ganando con o sin él. No va a hacer nada del otro mundo. Si, en cambio, consigue meter al París Saint Germain en la élite y hacerle ganar este tipo de competiciones, se va a convertir en el rey de Francia. Pero en el Madrid va a ser uno más en su historia y no va a realizar ninguna hazaña que el Madrid no haya hecho antes. En el PSG cualquier cosa que haga va a ser todo nuevo y todo gracias y mérito para él al 90 %”, dijo a La Voz de Galicia en 2018.
Tenía el trazo, ese talento natural que tienen las súperestrellas que hacen cosas que luego no queda más remedio que imitar. Un estilo y una elegancia, sí, pero sobre todo una manera de ganar que asombró en España primero de la mano del Deportivo de A Coruña, el club de su vida (que vio ayer cómo el Celta daba el pésame antes que ellos), y luego en Europa de la mano del Barcelona. De allí se fue a Italia a convertirse en leyenda del Inter y del continente.
Lo había querido Di Stéfano para el Madrid yeyé cuando estaba en apuros en el Barcelona, y el destino mandó a Luis Suárez a ganarle una Copa de Europa con el Inter de Milán a aquel Madrid en el que ya no volvió a jugar Di Stéfano; se fue al Espanyol la temporada siguiente.
Sabemos de Luis Suárez no porque lo hayamos visto la mayoría, sino porque los grandes jugadores son heredados por generaciones siguientes a través de sus padres o sus abuelos: ellos hablan y hablan (y ahora también enseñan vídeos en YouTube) sobre los jugadores que les marcaron la vida, por eso se les recuerda tanto, por eso se sabe de su inmensa estatura.
Es un trato hermoso que ocurre con los deportistas de élite que nuestros ojos no pudieron ver: mandamos a nuestros padres antes para que los viesen por nosotros, y aún antes a nuestros abuelos. Nosotros estamos viendo a jugadores y equipos para contárselos a nuestros hijos, o a quien nos pregunte, cuando cumplamos la friolera de 45 años dentro de 20 días; la vida corre y nosotros con ella, pero con los ojos tapados.
¿Qué significa eso? Que ahora tenemos que estar leyendo y escuchando que Suárez en Milán era Dios, que le paraban por la calle, cosas que no se nos ocurriría decir de Messi en Barcelona o Riquelme en Buenos Aires: ya lo sabemos, por qué nos lo cuentas. Pues porque han pasado 60 años de todo. Porque hay que repetirlo para creerlo incluso de los más grandes.
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