Madrid, Leo, Pep
En lo que llevamos de siglo XXI tenemos dos genios indiscutibles: Guardiola y Messi. Pido un esfuerzo por reconocerles la grandeza, porque ellos nos hacen mejores a todos
De profesión, genios
Hay jugadores malos y hay cracks. Fáciles de descubrir. Luego están los de nivel medio, complicados de definir porque conviven en ellos virtudes y defectos. Finalmente están los genios, dominadores del juego, individuos predestinados que inauguran un antes y un después en la historia del fútbol. Nace uno cada veinte años y el que no se entera o no lo reconoce tiene un problema. Específicamente psicológico. Estaríamos ante un fanático que solo deja entrar ciertas obsesiones en su recinto mental. En lo que llevamos de siglo XXI y en distintos planos, el del entrenador y el del jugador, tenemos dos genios indiscutibles: Pep Guardiola y Leo Messi, personajes muy representativos del mejor Barcelona. Los que somos del Madrid los hemos padecido, los que queremos el fútbol tenemos que descubrirnos ante estos prodigios que fabrican placer y eficacia.
Armas nobles para no rendirse
Los amantes del fútbol tienen hasta la obligación de reconocer la excelencia. Los amantes de un club también, aunque conviva en ellos otra obligación, la de combatirlos con una excelencia equiparable. Admiré a Florentino cuando asumió su segunda presidencia del Madrid en el momento en que el Barcelona presumía de sextete. Lo primero que hizo fue decir: “Aquí estamos nosotros”, fichando de un tirón a Benzema, Kaká y Cristiano. Esa es la obligación: no rendirse empleando armas nobles. Lo de Mourinho fue otro cantar. Durante todo el tiempo en que Messi estuvo en el Barça, viví una incómoda situación a la que me condenaban los míos. “Quien quiere a Messi es antimadridista”, era la proclama. Proclama a la que traté de salvar por elevación: “El que no quiere a Messi no quiere al fútbol”. Lo cierto es que amé y amo a Messi con la culpa de un adúltero, pero sin intención de corregirme.
Pruebas muy contundentes
Lo de Pep Guardiola tiene otra dimensión porque las ideas son más fáciles de rebatir que las acciones. Nadie es capaz de ponerse en el lugar de un jugador porque su virtuosismo lo hace inalcanzable. No hablemos del genio, al que solo le cabe el asombro. En cambio, las decisiones del entrenador son siempre debatibles, más después de un partido, y muchísimo más tras una derrota. Ley muy conocida. Pero cuando en una trayectoria de quince años se suman 35 títulos es difícil atacarla desde el pragmatismo. Cuando el juego es dominante y atractivo, es difícil que nos quejemos los acusados de románticos. Cuando las innovaciones primero sorprenden y después se convierten en referencia, es imposible no reconocer que estamos ante el entrenador más influyente de este siglo. Nos guste o no nos guste.
Aplaudan conmigo
¿De verdad creemos que Messi necesitaba una Copa del Mundo para sentarlo en la mesa de los mejores de la historia? ¿De verdad creemos que Pep necesitaba una tercera Champions para consagrarse? Los dos cobraron la pieza que les exigíamos para disgusto de sus críticos, pero en el caso de Pep, estoy convencido de que la exigencia encontrará nuevos desafíos y el ninguneo nuevas pruebas. Tampoco en lo personal hay escondite posible si lo acusan de arrogante cuando se defiende de los ataques y de hipócrita cuando muestra una versión respetuosa y amable. Pero ya no cuentan las simpatías y las antipatías porque lo real es que la temporada termina con los dos héroes levantando las Copas que se les exigía. Y que merecían para que, por fin, la superioridad que marcan también tenga constatación simbólica. A los refutadores de leyendas no les voy a pedir “que se vayan a dormir”, como hizo Thierry Henry, sino que hagan un esfuerzo por reconocer a quienes elevan hasta la grandeza el ámbito al que pertenecen, porque ellos nos hacen mejores a todos.
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