Y el Barça renunció (voluntariamente) a la felicidad
Guardiola se ha sentado más veces en el banquillo del Etihad Stadium que en el del Camp Nou, una anomalía histórica que explicaría la naturaleza de un club acostumbrado a engendrar mitos para algún día darse el capricho de destruirlos
Dice Jabois que no entiende cómo puede ser que haya gente que no sea del Madrid. O al menos lo decía hace un tiempo, supongo que no habrá cambiado de parecer. “Es como renunciar voluntariamente a la felicidad”, escribió allá por el mes de septiembre del año 2012. Antes, en junio de ese mismo año, Pep Guardiola decía adiós al Barça con cara de circunstancias, obligado a compartir escena con un Sandro Rosell que lo había rebautizado como “el Dalai” y se encargó de hacerle la vida imposible hasta agotar su paciencia. Para ello contó con el apoyo indisimulado de un buen puñado de altavoces mediáticos –algunos convencidos de que las verdaderas estrellas del Barça eran ellos– y la complicidad de una parte de la grada que acostumbra a confundir al máximo mandatario del club con el propio Barça: aquello sí que fue renunciar voluntariamente a la felicidad, querido Manuel.
Guardiola se ha sentado más veces en el banquillo del Etihad Stadium que en el del Camp Nou. Muchas más. Y esa es una anomalía histórica que explicaría la naturaleza de un club acostumbrado a engendrar mitos para algún día, en el momento menos conveniente, darse el capricho de destruirlos. Lo peor de todo es que ni siquiera se utilizan explosivos, que es como se aconsejan demoler las grandes estructuras. Aquí se recurre a los mordiscos de ratón, a esa molestia sorda y recurrente que va minando los pilares psicológicos del genio, de la persona. “De buena se libró Di Stefano”, suele decir mi padre cuando rememoramos lo ocurrido en su momento con Johan Cruyff. O con el propio Guardiola. Incluso en los últimos años de Leo Messi. “De buena lo libró la dictadura”, le corrijo yo. Supongo que a ciertas edades se puede –y se debe– permitir según qué devaneos con el romanticismo.
Todavía hoy suele decirse que Guardiola se fue del Barça porque quiso, lo cual debe ser verdad en una mínima parte. Es cierto que nadie le puso una pistola en la cabeza. Ni tampoco le secuestraron a un hijo para obligarlo a dejar el cargo y eso que, en aquellos tiempos, los coqueteos con el crimen organizado eran casi una tendencia. Se cuenta esto de su marcha voluntaria con la boca pequeña –como las grandes mentiras– y a menudo se acompaña de un largo silencio. O de algún avemaría, dependiendo de la penitencia. A fin de cuentas, casi todos los culés debieran reconocerse como culpables, en especial aquellos 35.021 socios que votaron a Sandro Rosell a sabiendas de que desalojar a Cruyff y sus apóstoles era la primera de sus prioridades. “Yo soy cruyffista. El que ha dejado de serlo es el propio Cruyff”, declaró en una ocasión. Se creía un Mesías y el socio bendijo mayoritariamente su advenimiento. Esos eran los mimbres. A eso se enfrentaba Guardiola sin atisbo de comprensión posible.
“A todos los que me estiman, va por ellos”, dedicaba el técnico esta última Liga de Campeones que completa su segundo triplete como entrenador. Y solo en este momento parecen haber comprendido algunos socios y aficionados lo injustos que fueron con él, lo extraña que resultó tanta frialdad en la partida y lo absurdo de disfrutar como propios todos los triunfos que el mejor entrenador del mundo ha ido cosechando lejos de casa. Esta misma semana, por cierto, las grúas han comenzado con el proceso de derribo del viejo Camp Nou. Lo digo por si alguien necesita de un refuerzo gráfico para comprender lo ocurrido.
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