El City, a un paso de la credibilidad
El Manchester City que enfrentó al Madrid el pasado miércoles se apoderó de todo en el primer tiempo: balón, campo y partido
El dueño de la pelota
Antes de un partido, el capitán del equipo se acercó a un rival para preguntarle si habían traído pelotas. La respuesta, un poco desconcertada, fue: “No. ¿Por qué?”. Con aire sobrado, el capitán concluyó: “Porque la que trajo el árbitro es para nosotros solos”. El City que enfrentó al Madrid en el Etihad Stadium, podría haber rememorado aquella historia del fútbol uruguayo, en un primer tiempo donde se apoderó de todo: balón, campo y partido. El equipo de Guardiola, que una semana antes mostró una versión titubeante en el Bernabéu, mató uno por uno a los fantasmas que lo acomplejaban con una determinación y finura pocas veces vista a este nivel. Si en el Bernabéu jugó todo el partido demasiado consciente de que el Madrid reina en el desorden, en Mánchester aplicó la más irresistible de las recetas: le pasó por encima.
14 a ¿1?
El Madrid interrumpe de esta abrupta manera un ciclo histórico irrepetible. Debería aceptarlo con la distancia que da mirar las cosas desde lo alto de sus 14 Champions. Pero la perspectiva no es para este tiempo ni menos para este lugar, el del fútbol, donde manda la inmediatez. Vendrán curvas desagradables. En cuanto al City, está a un paso de cruzar una frontera que le dará credibilidad futbolística a la sospecha de artificialidad que acompaña su riqueza. El City no es el PSG, pero como también es un signo de este tiempo dar más importancia a la llegada que al camino, necesita de la Champions para alcanzar derechos aristocráticos internacionales. El fútbol pide pruebas de fiabilidad a cada rato, y al City de Guardiola, aún más. Le falta el escalón más difícil, que es el último. Línea de valor simbólico que hay que cruzar para que la historia no ponga ningún “pero”.
“Mi” fútbol
A los seres más racionales, que desconfían del fútbol como fenómeno social, les cuesta entender las reacciones extremas que produce. No hace falta ir muy lejos con la explicación porque, aunque sus raíces son muy hondas, las emociones son muy ingenuas. Es el equipo de “mi” ciudad, es el equipo de “mis” padres, es el equipo que me vino dado desde “mi” infancia. Es “mi” equipo y creo en él con fervor religioso. Pero me cuesta menos analizarlo que entenderlo. De hecho, no me acostumbro. Me sigue resultando hipnótico ver a un hincha haciendo cosas de hincha. Me da igual verlos correr detrás de los jugadores del Barça porque festejan en “mi” casa, que verlos llorar, como ocurrió en Sevilla, por un gol que compensa la incertidumbre, incluso el sufrimiento de los momentos previos. Por amor a lo mío o por odio al otro, el fútbol nunca se queda corto.
La emoción insustituible
San Siro estaba a reventar de interistas asustados, porque los italianos, reyes de la especulación, saben mejor que nadie que al fútbol lo carga el diablo. Hasta que Lautaro, en una noche consagratoria, trajo la tranquilidad del tercer gol. Entonces la fiesta se hizo locura hasta el final del partido, que se alargó hasta la madrugada, primero en el estadio y luego en modo delirio en la Piazza Duomo, donde enjambres juveniles bailaban y cantaban honrando sus colores, su escudo. Al día siguiente, estos jóvenes seguirán con su incertidumbre laboral, con su descreimiento político, con el sueño frustrado de la vivienda propia, con su adicción tecnológica… El fútbol parece, antes que un refugio sentimental, el lugar donde exorcizan sus frustraciones sociales con la emoción como mascarón de proa. Risa me dan los que dicen que el fútbol no interesa a los jóvenes. No me cuenten historias. Es el escape de siempre y, quizás, más necesario que nunca.
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