El edificio arbitral también tiembla con el escándalo
Las actuaciones de Enríquez Negreira y el Barça tienen un efecto demoledor para el prestigio del fútbol español, y no digamos para los árbitros. Cuando un juez se corrompe, sufre todo el sistema
El edificio arbitral del fútbol está sostenido por un gigantesco acto de fe, definido por una indispensable confianza en la honestidad de los jueces, su exhaustivo conocimiento de las reglas del juego y su rigurosa aplicación en los partidos. Es una relación similar a la que los ciudadanos mantienen con el sistema judicial. En los dos casos se trata de una presunción tan generosa como absurda, pues extrae a una pequeña porción de individuos de las miserias de la condición humana y les coloca como garantes sacerdotales de la legalidad. Se les confía este imprescindible cometido para evitar el pandemonio de la anarquía. A cambio no pueden permitirse la menor mancha de corrupción, porque el sistema tiembla.
Un árbitro corrupto, de demostrada corrupción, quiebra su contrato ético y obliga a limitar la fe, si no a perderla, en el ejercicio de los jueces. De ahí es muy difícil salir indemne, no solo el implicado o implicados en cuestión, sino todo el sistema. El caso Enríquez Negreira-Barça conmociona a la opinión pública por el grado de golfería que se adivina en el escándalo. No hace falta conocer las innumerables preguntas todavía sin respuesta para asquearnos por la vinculación que mantuvieron el vicepresidente de los árbitros españoles y el club que le pagó siete millones de euros entre 2001 y 2018.
No existe ninguna razón para establecer esa relación prohibida, ni nada que la justifique. Ni por un euro, ni por 500.000. Este lío es lo que parece, un intento de influencia, control y quién sabe qué en el centro neurálgico del fútbol: el arbitraje. Cuatro presidentes —Joan Gaspart, Joan Laporta, Sandro Rosell y Josep Maria Bartomeu— han participado o amparado este atropello de la ética más elemental en el deporte, con un precio terrible para el Barça. Su reputación, gravemente dañada por la condena que sufrió por un delito fiscal en el caso Neymar y el escándalo Barçagate, está por los suelos en estos momentos, aunque sorprende la pasividad de sus socios para exigir claridad y responsabilidades ante la gravedad del problema. Por lo visto, no se sienten engañados y traicionados.
Este caso empieza a pesar como una losa sobre el Barça, peso del que tardará mucho tiempo en desprenderse. Quedará marcado para siempre como un momento infame en la historia del club. En cuanto a Enríquez Negreira, mal árbitro en los años 80 y negligente vicepresidente después, destaca lo versátil de su personalidad: pícaro, comisionista, codicioso, vivales y con inclinaciones chantajistas, reveladas en la carta que dirigió al Barça para exigir 267.000 euros de su último contrato. Con Enríquez Negreira, el acto de fe que establece el fútbol con el arbitraje ha saltado por los aires.
Las actuaciones de Enríquez Negreira y el Barça tienen un efecto demoledor para el prestigio del fútbol español, y no digamos para los árbitros. Cuando un juez se corrompe, sufre todo el sistema. El propio Enríquez Negreira le restó credibilidad a su oficio cuando argumentó que cobraba aquel dineral para garantizar la neutralidad de los árbitros, como si no fuera un deber inherente a la naturaleza del oficio. En síntesis, les acusó de tramposos, pero su ataque no ha merecido más que una tibia respuesta del estamento arbitral.
Como ocurre con los socios del Barça, sorprende la pasividad de los árbitros en un caso que les coloca en una posición incomodísima. Decepciona su interés por calificar el escándalo como un asunto entre dos, en lugar de preguntarse por las razones que han permitido este desastre y la ausencia de mecanismos de control para atajar un asunto que se ha durado 20 años y supone una patada brutal en el estómago del gremio.
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