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PAISAJES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El bocadillo del descanso

Mi amigo Patxi defiende que es la única alegría segura que nos podemos garantizar en el momento en el que el árbitro pita el inicio del encuentro

La grada de San Mamés durante el Athletic-Osasuna de esta temporada.
La grada de San Mamés durante el Athletic-Osasuna de esta temporada.Juan Manuel Serrano Arce (Getty Images)
Andoni Zubizarreta

Tengo un amigo —no me hago responsable de sus opiniones— que defiende que, sea cual sea el partido, lo mejor de todos ellos es el bocadillo del descanso. Alega mi amigo con datos certeros, precisos y ineludibles que antes del encuentro es, si le has puesto interés y mimo al asunto, la única alegría segura que nos podemos garantizar en el momento en el que el árbitro pita el inicio del encuentro.

Para añadirle datos al algoritmo, siempre me recita lo que contienen los dos envoltorios de papel de aluminio que reposan al fondo de la bolsa de plástico anónimo y sin publicidad —no sé yo de dónde las saca porque las de mi casa siempre vienen impresas de algún logo— como si en ese contenido, en esa variedad, estuviera la auténtica felicidad del encuentro.

Yo alego que depende. Es decir, que si lo que hay en esa bolsa mágica es el mejor de los productos y vamos perdiendo por, pongamos, 0-3, nos vamos a comer ese bocata sin felicidad, con desgana, casi por compromiso. A lo que él responde que soy un tipo de poca fe y que justo en el momento de desenvolver el bocata se desencadenan las energías más positivas y que la concentración de todas ellas en el estadio generan un estado de felicidad colectiva que se contagia al equipo, que a la vuelta al terreno de juego va a descubrir un ambiente radiante y luminoso que seguro les va a sorprender porque se fueron al vestuario entre murmullos y algún pito. Un ambiente de remontada, de aventura intrépida, de “a por ellos”, uno de esos ambientes de “de perdidos al río”. Y que eso se contagia al equipo de forma mucho más decisiva, dice él, que esas gradas de animación que han surgido por todos los estadios, bien estructuradas, bien alimentadas, y que el control de las bolsas del acceso al campo debería estar gestionado por el mejor creador de bocadillos de la ciudad para supervisar que todo lo que entre en el estadio sea de la calidad adecuada, lo mismo da un bocadillo que una pizza, incluso fruta, alega con un mohín, pero siempre sumando para que las energías converjan y se alineen, igual que los planetas, para que de la diversidad gastronómica surja el éxito.

También le digo a mi amigo, llamémosle Patxi, que su teoría va directamente en contra de eso que los clubes llaman recursos atípicos, las ventas de los bares del estadio, porque ese es uno de los recursos importantes para la financiación de cualquier club y que solo nos falta que encima de llevar el bocadillo —bueno, en lugar de que él lleve los bocadillos, y eso le cueste una pasta— nos suban las cuotas de socios porque las finanzas del estadio no cuadran con lo presupuestado. Y que a ello haya que sumarle los costes de limpieza después del partido porque podemos ser muchas cosas, pero lo que no somos es japoneses para dejar la grada limpia de bolsas, papeles y botellas vacías.

El caso es que el partido ha ido avanzando y llegamos al descanso con un gol de ventaja que nos da tranquilidad y, a la vez, permite al hambre abrirse paso en medio del ambiente frío y lluvioso, tan frío que me tengo que concentrar al máximo para que mis dedos helados no dejen escurrir al bocata y me permitan acercarlo a la boca para el primer mordisco.

Y sí, se confirma, estos bocatas de mi amigo son, casi, lo mejor del partido. Que aproveche.

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