El francés Démare supera en el sprint a Ewan y Cavendish y repite victoria en la sexta etapa del Giro de Italia
El ciclista lebrijano Juanpe López sigue de rosa después de la etapa más lenta y premiosa de la carrera italiana por la costa de Calabria
Al guiar un descapotable por las largas rectas de Calabria junto al mar, el periodista del Giro quiere ser el Pasolini de la larga carretera de arena, el relato sucio de amor por los bandidos de un viaje bordeando todos los mares de Italia, y fracasa.
Se siente impostor. Tan italiano como Mark Cavendish, inglés de Man que liga en Lambretta, bebe Campari en las terrazas de Toscana, busca atajos y no gana siempre. Tan impostor, pero en feo, como la costa por la que desfila el pelotón, una estrecha línea de asfalto entre las playas de guijarros grises y los bosques verdes, salvajes, las casas bizantinas de piedra, los hoteles de cartón y hormigón, las playas privadas. Y pasa por Mileto, donde no nació Tales, y al final de una recta de 20 kilómetros, la línea del horizonte inalcanzable, esprinta en Scalea, la capital de la Costa de los Cedros, donde no hay coníferas majestuosas con hermosas piñas, sino pequeños arbustos con cidras, la madre de los cítricos.
Acelera Cavendish, la lengua rozando la rueda, le remonta Ewan, uno más pequeño que él aún, pero, cuando ya se cree ganador, al australiano de equipo belga, qué poco italiano, le supera la bici sobre la línea de meta de un francés de Picardía, ojos de un azul que hiere, vestido de color ciclamen al que ha lanzado Guarnieri, un gigante de Milán. ¿Hay algo más falsamente italiano que Arnaud Démare ganando su segunda etapa consecutiva al puro estilo Cipollini, por milímetros?
Diego Rosa abre el camino. Solo, unos minutos delante del pelotón que le castiga por su osadía y le niega su cobijo. Rosa, pequeñito, escalador librado a su suerte entre playas y montañas el día más llano, viste de azul. De rosa viste, orgulloso, imperial casi al frente, el líder, Juanpe López, escalador, pequeñito, de Lebrija, y en la carretera se mezclan los olores del campo, de los purines, de las almazaras, y los huertos de tomates gigantes, las higueras de higos blancos, las cebollas rojas, y los del mar, donde los pescadores cazan peces espada.
Y al igual que el rosa hace al líder, el rojo hace al Ferrari, símbolo de la impostura italiana. Se crea la imagen. Y el ruido. Hace 40 años los macarras ponían la bocina de un camión a un 600 y daban sustos de muerte a las viejecitas en las calles estrechas. Hace unos días los de Ferrari sacaron un coche con un motor de seis cilindros solo. Y cuentan sus ingenieros que su mayor preocupación, la faena en la que más horas de trabajo y talento han invertido en colaboración con musicólogos y músicos, ha sido la del diseño de un tubo de escape que emitiera un sonido Ferrari puro, que convirtiera los seis en 12 cilindros, que siguiera sonando la sinfonía Ferrari cuando el que lo guiaba apretara el pedal fuerte y los caballos aullaran.
Cuando era más joven, cuando en el Sky no era él la única preocupación de sus jefes, cuando el ciclismo tenía un poco más de impostura, Cavendish solo pedía a su equipo que en las etapas más o menos complicadas le dejaran siempre un coche a mano para poder remolcarse en algún repecho insidioso o aprovechar su rebufo para volver a un pelotón que le quería despreciar. En el Quick Step, y el equipo belga en el Giro es él y sus circunstancias, no se queda el coche con él sino medio equipo, que le arropa, le remolca, le protege, y su Morkov, el cerebro danés que tan bien pedalea, a su lado siempre, hasta para contarle chistes y lograr que no se desintegre en etapas de rectas y desarrollo interminable, premioso, etapas tan Giro como la que asciende por Calabria siguiendo su larga carretera de arena, termina supersónica en Scalea.
Y allí, pese a que todos los augurios le nombran, Cavendish choca con otro falso italiano, pero sigue viva la impostura que tan bien rima con su personalidad, baby, desde 14 años hace ya, la de un imberbe en escúter haciendo ruido por las calles de Quarrata.
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