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Queralt Castellet peleará por la medalla olímpica en Pekín

La ‘rider’ española busca un metal que se presenta caro en la modalidad de ‘halfpipe’ en los Juegos de Invierno. Javier Lliso, sexto en la final de esquí acrobático

Lliso vuela en el polígono industrial de Pekín.
Lliso vuela en el polígono industrial de Pekín.TOBY MELVILLE (REUTERS)
Carlos Arribas

Son alegres, aparentemente despreocupados, con ese aire lánguido de los surferos en la playa y esa adicción al riesgo, a la búsqueda del imposible, a la adrenalina propia y al susto del que los ven, a los que dejan admirados, con la boca abierta, y les quitan el hipo. Son los freeskiers, y practican la especialidad que debuta en unos Juegos y ha ganado más espacio en la moda que ninguna, el big air, el salto al final de un tobogán y las piruetas ingrávidas en el aire, y la plancha final, y a sus espaldas surgen chimeneas que son como las de la central nuclear de Springfield, allí donde los dedos gordos de Homer Simpson generan desastres. Son los Juegos Olímpicos de Invierno.

Son una cuadrilla única y entre ellos, entre los mejores del mundo, o de la historia, podría decirse, tan elevado fue el nivel de la final olímpica, está un madrileño de 24 años, Javier Lliso, quien además de desenfado, look, y una guitarra eléctrica y sus riffs, tiene mucha cabeza y temple, más que algunos de los demás competidores, que solo viven del riesgo y desprecian la templanza, y se estrellan en sus aterrizajes imposibles. Y Lliso acaba sexto porque es capaz de frenar un segundo su desatado corazón, y calcula. Un gramo de sensatez en la locura. “Y es complicado eso porque el escenario, una antigua fábrica metalúrgica, es bastante loco, si lo piensas”, dice Lliso, quien, sí, se siente un poco Bart Simpson haciendo el cabra.

Salta tres veces. Puntúan los dos mejores. Termina con 171,5 puntos (dos notables altos). La victoria es para el jovencito noruego Birk Ruund, que logra 187,7 puntos (dos sobresalientes) con saltos de 1.800 grados (cinco giros) y 1.980 (cinco giros y medio). Plata es el estadounidense Colby Stevenson, 183, 3, y bronce, el veterano sueco de Andorra Henrik Harlaut, de 30 años, 181.

“Esto ha sido posible con mucho entrenamiento y mucha cabezonería. Es brutal. Solo el venir aquí ya era un sueño, y llegar a la final y hacerlo bien para encima tener un diploma...”, dice. “Es más que un sueño. Ya no sé ni lo que es. Brutal. Sabía dónde me iban a dejar los trucos. Tenía un plan principal, que era hacer el switch (bajar de espaldas) 18 (cinco giros) en vez de que con el safety (agarrar el esquí a la altura del cierre de la bota), con el tail (la cola del esquí), que me habría dado un plus bestia, y no lo conseguí La segunda quería asegurar con el doble 16, el truco que he hecho. Y en la tercera, ir a por lo gordo. He intentado usar la cabeza más que el corazón. He ido a asegurar, a hacer lo que sabía que podía hacer, y saber dónde podía terminar”.

Y cuando vuela, y alcanza la casi perfección, como en su tercer salto --un doble cork (la cabeza por debajo del resto del cuerpo)1620 (cuatro giros y medio en el eje vertical) blunt (agarrando la espátula, el extremo, de un esquí)--, el que le da “lo gordo”, el rockero es un modelo zen, y en sus cascos, música de sus amigos madrileños, Los TourJets, un conjunto que se define neopsicodélico, dream pop, unos My Bloody Valentine de Madrid. Alcanza el nirvana. “Me puse su Night temples. Una música bastante diferente. Buen rollo. Me da mucha energía para dar lo máximo saber que es música de amigos. Pero cuando estoy en el aire, ni veo ni oigo, simplemente pienso en lo que estoy haciendo en ese momento y me olvido del después y del antes. Es un sentimiento de presente, de estar totalmente presente en lo que estoy haciendo. Ese momento suele pasar poco, realmente: siempre estoy pensando en alguna cosa. Esto es el aquí y el ahora”, dice después de tirarlo muy amplio. “Ha sido una muy buena ejecución”, analiza la freeskier Maialen Oiartzabal. “Una planchada perfecta”.

“Estos días en los Juegos, en la villa olímpica de Pekín, son como una excursión del cole con todos tus colegas, y, encima haciendo lo que más te gusta en esta vida, la adrenalina, que, lo quieras o no, es lo que más engancha en la vida, y con una recompensa que es hacerlo bien”, dice, terminada la final, a los muchos periodistas que le asaltan y le preguntan por la gran calma que ha exhibido en un mar tan revuelto como el que han generado los 31 competidores y sus entrenadores –como el de Lliso, Josep Gil, todo nervios y emoción feliz-- a un grado de temperatura soleado en el trampolín big air construido permanente en la antigua acería de Shougang, monumento al feísmo industrial. “De aquí no me voy a ningún lado”.

Quedarse para siempre en un sitio. Un deseo imposible de cumplir –justamente, minutos después, tenía que hacer las maletas para subir a la montaña de Zhangjiakou, en cuyo parque de Genting disputará la próxima semana las competiciones de slopestyle junto a Thib Magnin—para un deportista que ha hecho de la trashumancia desde niño su razón de existir. De Madrid a esquiar en Cerler, pirineo de Huesca. De Cerler, a prepararse, ya más de cuatro años, con el equipo de la federación española. Veranos en El Tarter, en Andorra; en el hemisferio sur, en Nueva Zelanda; en el glaciar suizo de Saas Fer; inviernos austriacos en el airbag de Innsbruck. Competiciones al otro lado del Atlántico, en Colorado, en Mammoth Mountain, California…

Queralt Castellet, en la final

Una vida de acá para allá no muy diferente a la de Queralt Castellet, la rider (practicante de snowboard acrobático) de Sabadell que, en sus quintos Juegos, y a los 32 años, se clasificó cuarta en las clasificación de halfpipe y pasó a la final (la próxima madrugada, jueves 10, a las 2.30, Eurosport) sin necesidad de suspiros. Sin arriesgar. Un trámite para una deportista como ella.

“Una muy buena ronda”, dice Oiartzabal. “Conservadora. Queralt tiene trucos (elementos de vuelo y de giros) para llegar a mejor puntuación. Los deja para la final, que es donde hay que arriesgar”.

Si Lliso es modelo de calma hindú, quizás, un George Harrison, y sus melenas son así, a Castellet, mujer amante de la adrenalina siempre, del riesgo, de los nervios, de la incertidumbre, le tira más el equilibrio japonés, el gusto por el detalle de sus competidoras, su flow, su estilo, su fluidez sin violencias, y querría, quizás, ser una de ellas. Y con ellas, y con la imponente norteamericana Chloe Kim –”una bomba de energía que posee un arsenal de trucos, y los mostrará”, dice--, la campeona olímpica de Pyeongchang prácticamente invencible, tendrá que pelear por las medallas, su único objetivo. Kim terminó primera en la previa, por delante del prodigio japonés Mitsuki Ono, de 17 años, campeona olímpica de los Juegos de la juventud, y de la china Xuetong Cai, quinta en Pyeongchang, donde la catalana fue séptima. Quinta y sexta, pegadas a Castellet, dos japonesas más, las hermanas Senna y Ruki Tomita.

Todo un desafío que Castellet afrontará desde la soledad que le pesa. “No pudieron venir mi entrenador [el norteamericano Danny Kass], por covid, ni mi fisio, y se me han hecho duros estos días en la montaña”, dice. “Pero puede más la ilusión que tengo por competir”. Y la seguridad que tiene de que en sus quintos Juegos alcanzará la medalla que desea.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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