El 21 de Nadal exige otra proeza
El español se reencuentra con Medvedev, que le condujo al límite hace tres años en la final del US Open, con el deseo de ocupar por primera vez en solitario la cima
Es 9 de septiembre en Nueva York, año 2019, y las agujas del reloj ya han superado la medianoche. Rafael Nadal acaba de conquistar su cuarto título del US Open y se acerca para disculparse educadamente sobre el mismo asfalto de la pista Arthur Ashe, la más grande del planeta. Esta vez no va a poder atender in situ a los enviados especiales porque ha decidido anticipar su regreso a casa y un avión está esperándole. “Lo siento, pero tengo que irme ya”, dice antes de retirarse por una bocana, con una cojera más que ostensible y ayudado por el técnico que le acompaña, Carlos Moyà. Previamente, el preparador ha tenido que echarle una mano al tenista para ponerse los pantalones en el vestuario. “Rafa no podía más, estaba derrumbado. No podía ni estirar la pierna”, explicará después. Aquella noche neoyorquina, Nadal ganó. Pero vivió un infierno de casi cinco horas.
Al otro lado de la red estaba un demonio rubio que le llevó al límite. El mismo que este domingo (9.30, Eurosport) se asoma amenazante entre él y el 21º trofeo del Grand Slam. Es Daniil Medvedev, el ruso que ese día planteó una resistencia prácticamente desconocida para Nadal. “Me recordó a un combate de boxeo, en el que los dos se pegan y se pegan, y aun y todo siguen ahí de pie. Es uno de los mejores partidos que he visto en mi vida”, contaba Moyà.
Hoy día, Medvedev sigue siendo el mismo Medvedev que se atrincheró y causó aquel escarnio físico en Flushing Meadows, pero todavía mejor. Desde entonces, el actual número dos (25 años) ha seguido creciendo y perfeccionándose hasta consolidarse como el intruso ideal para acabar con la hegemonía de los tres gigantes. Lo sabe Nadal, consciente de que para poder imponerse de nuevo y deshacer el empate histórico con Roger Federer y Novak Djokovic tendrá que ir a la guerra otra vez y dar un paso al frente. Es decir, al mallorquín, como aquella noche (66 subidas a la red), solo le vale ser valiente. La más mínima especulación o entrar en el enredo supondría una sentencia.
“En la final voy a tener al rival más difícil. Es el número dos, con opción de convertirse en el uno. Como es lógico, es ya el presente y uno de los que van a marcar el ritmo del circuito durante los próximos años”, advertía Nadal tras sortear las semifinales del viernes. “Lo que sé es que tengo que jugar muy bien. A partir de ahí, es un partido especial en el que debo sacar lo mejor de mí porque el nivel del rival me lo va a exigir. Solo espero estar preparado para competir y darme alguna opción”, agregaba el de Manacor, campeón del torneo en 2009 y que guarda una relación polarizada con Melbourne, el mismo sitio que enmarcó su castigo a Federer –“Dios, esto me está matando”, expresó el suizo entre lágrimas ante la angustia que le producía cruzarse con el español– y otros episodios mucho más crudos de su carrera.
Son seis finales en Australia, dos de ellas muy amargas y otras dos resumidas en lo que pudo ser y no fue. En 2014, el trallazo en la espalda que le dejó clavado frente a Stan Wawrinka y en 2019, la sacudida de Djokovic, que le infligió su derrota más abultada en la final de un major (6-3, 6-2 y 6-3, en 2h 04m); también, la batalla más larga en la final de un Grand Slam (5h 53m), contra Nole en 2012 y cinco años más tarde una victoria que prácticamente se le escurrió entre los dedos (3-1 favorable en el set definitivo) ante el renacido Federer.
En todo caso, la historia también dice que Nadal es, después del estadounidense Pete Sampras (77,8%), el jugador con mayor efectividad (71,4%) en las grandes finales (20 ganadas y 8 perdidas). “Es un tenista prácticamente perfecto. Pero no solo en lo físico, sino también en cuanto a mentalidad”, observaba hace dos días Medvedev, el primer jugador de la denominada nueva generación que alcanzó la final de un Grand Slam y que, en el caso de elevar el título, desbancaría a Djokovic en el trono mundial.
“Cuando tenía ocho años golpeaba la pelota contra la pared y me imaginaba que enfrente estaban Nadal, Federer o Djokovic”, continuaba el de Moscú, que en el trazado hacia el pulso con el balear ha invertido 19h 04m, algo más que su rival (17h 29m). “Estoy feliz de poder alargar un poco más esa rivalidad y evitar que alguno de ellos pueda escaparse”, prolongaba acordándose de que fue él, en septiembre, el que chafó la hipotética fiesta de Nole en Nueva York, donde podía completar el hito del Grand Slam. Allí, Medvedev elevó su primer grande y continuó un esprint bestial sobre pista dura, al registrar 31 victorias y solo cuatro derrotas desde que venciera en Toronto.
No obstante, esa secuencia también tiene un peaje y los 45 partidos disputados desde entonces hacen mella en su carrocería. Estos días, el número dos ha jugado forrado de cintas protectoras y el factor físico puede ser determinante. En ese sentido, Nadal, que va de menos a más, llegó al Open sin apenas preparación, pero con el paso de los días ha ido engrasándose; eso sí, contra Shapovalov recibió el impacto del calor y el tramo final del duelo con Matteo Berrettini se le hizo largo. “No estoy acostumbrado a este ritmo y me estaba cansando”, reconoció el número cinco de la ATP.
Sabe el español que el domingo –sin previsión de lluvia para la final, 19.30 hora local, luego en principio techo abierto– estará al lado de la red un adversario ambicioso que no se arruga y que no tiene debilidad reconocible. No flaquea el ruso por ningún costado y lo que se adivina es un tú a tú entre dos de los mejores estrategas de la raqueta. Pocos reinterpretan sobre la marcha como Nadal, y pocos tienen tantas soluciones de Medvedev para sortear los vacíos. Ninguno de los dos olvida aquella noche de Nueva York –justo antes chocaron en Canadá, con triunfo para el balear– ni tampoco eluden los dos precedentes más recientes, ambos en el Masters de Londres: 2019 y 2020. Uno para cada uno, el último en el casillero de Medvedev. En Melbourne, otra vez un encuentro a cara de perro.
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