Mourinho, Roma está más loca que tú
Hoy no parece él: es prudente, no provoca y pide paciencia para hacer un equipo ganador
El marciano ha entendido rápido cómo funciona Roma. Quién lo iba a decir, ha demostrado inteligencia, incluso empatía. De repente, aquella arrogancia molesta, muy a menudo grotesca, ha quedado suspendida en el eco de sus viejas ruedas de prensa, siempre más fascinantes que sus planteamientos en el campo. José Mourinho, a sus 58 años, está tranquilo, ya no provoca a los adversarios. No exagera, no carga el ambiente durante la semana. Es como si el Mou de Madrid se hubiera esfumado. O como si algún adulto se hubiera metido en ese cuerpo para recordarle a aquel entrenador narcisista que Roma no es Milán, Mánchester, Londres o Madrid. En Roma, ha comprendido, se encontrará a gente mucho más loca que él. Y como descubrió aquel marciano de Ennio Flaiano que aterrizó en la ciudad eterna, le conviene no despertar su cruel cinismo.
Mourinho ha ganado los cinco partidos oficiales que ha disputado hasta la fecha (este domingo doblegó al Sassuolo en el Olímpico, 2-1), su mejor arranque de temporada. El equipo va primero, la afición está contenta y la Roma parece sólida en defensa por primera vez en una década. El vestuario está con él y ha dado a galones a Lorenzo Pellegrini, el último gran romano de la plantilla, para convertirlo en su lugarteniente en el campo. Podría decirse que las cosas van bien. Y aún así, su arrogante retórica sobre la victoria ha dejado espacio a una insólita prudencia. “El proyecto es de, al menos, dos años. No de uno”, repite como pidiendo paciencia a los aficionados, al club y al mundo, que le observa y espera grandes resultados. “Quiero un proyecto sostenible, no para ganar un año y luego desmantelarlo”, avisó nada más llegar aludiendo al Inter. Nunca se le había escuchado eso antes. Pero la Roma es un club que le gusta, dice. Y por eso, cuando cumple 1.000 partidos en los banquillos con una media de 2,11 puntos por encuentro, ha emplazado a la afición a celebrar la temporada que viene.
Mourinho ama Roma, no hay duda. Dice ahora que ya la adoraba cuando estaba en el Inter, donde es todavía una leyenda. Y parece que está dispuesto a entenderla hasta el fondo. Pero no es fácil. Por eso vivió durante un mes en un hotel del centro y luego meditó mudarse al fabuloso Palazzo Orsini Taverna, justo detrás de la Piazza Navona. Terminó optando por el barrio de Parioli, donde reside la burguesía romana: dentistas, arquitectos, psiquiatras… Y también el dueño del club. Nada de urbanizaciones de nuevos ricos en las afueras. No se recuerda aquí otro entrenador que lo hiciera. Pero es útil. O más bien fundamental si uno quiere entender qué significa la ciudad que lleva el nombre del club que entrena, como diría Josep Lluís Núñez.
Los vecinos se hacen fotos con él cuando sale a pasear, visita museos o se toma una pasta con el chándal -hace poco le vieron en la terraza del bar Hungaria, en el centro de su barrio-. Él disfruta de esa promiscuidad. Ha decidido que quiere ser uno de ellos. Ahora se expone en las redes sociales, come pizza en el tren y lo cuelga en Instagram. Hace la pelota permanentemente al público, un tipo de afición de la que no ha disfrutado nunca. Incluso ha pedido al club que el himno de la Roma, el que compuso Antonello Venditti, suene cuando los equipos estén ya en el césped y no antes. Así sabrán que el Olímpico no es el campo del Benevento, carallo. La ciudad le celebra con murales y graffitis en el barrio de Testaccio, zona cero del romanismo. Y ya se ha presentado con toda pompa el primer libro sobre su experiencia romana. Se titula Ave, Mou.
El club, sin embargo, no ha correspondido a esa entrega. En el mercado no le han dado casi nada de lo que pedía. Especialmente al suizo Xhaka. Y eso inquieta a Mourinho. Porque sabe que el tradicional cinismo de los romanos se explica, en parte, porque no puede haber nada más extraordinario que una ciudad de 2.700 años. Ni siquiera un marciano. Y eso hace que las cosas sean estupendas al principio, pero que la crueldad termine emergiendo siempre que asoma la derrota. O cuando, simplemente, las cosas ya no parecen tan nuevas. Le sucedió al marciano. Después de dos semanas, convertido en la atracción de media Roma, se lo encontró un tipo en una cafetería ocupando un taburete demasiado rato, lo miró con desprecio y le dijo en dialecto: “Aho, marzià, scansate [Eh, Marciano, levántate de ahí]”.
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