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Muere Jesús Hoyos, médico del Movistar de ciclismo hasta el año pasado

Coincidiendo con el fallecimiento de su cuidador tantos años, Marc Soler y Nairo Quintana logran sus primeras victorias de la temporada

Carlos Arribas
Jesús Hoyos, en el álbum del equipo Movistar de 2020.
Jesús Hoyos, en el álbum del equipo Movistar de 2020.Movistar Team

Marc Soler no lo sabe aún, la fuerza con la que pedaleando desafía a la lluvia fría de una Suiza sin primavera y al pelotón que le persigue sin dejarle un segundo de paz no tiene nada que ver con el deseo de homenajearle, de hacer que Jesús Hoyos pudiera sentirse orgulloso de él al menos un día. Soler, que ataca en repecho duro a 10 kilómetros de la meta de Estavayer, gana la etapa (y se coloca líder de la general del Tour de Romandía con 14s de ventaja sobre Geraint Thomas) y manda callar a la gente que no está, pues desierta está la meta. Después le informan de que mientras él pedaleaba, en un hospital de Alicante moría Hoyos, el médico de toda la vida de su equipo, el Movistar, su médico, hasta marzo de 2020. “No le dijimos nada para no entristecerle”, dice su director, José Luis Arrieta, que lleva 24 horas inconsolable, desde que el jueves le informaron de que habían sedado a Hoyos, de 62 años, en la fase terminal de un cáncer de páncreas. A Soler se lo dicen nada más cruzar la meta y su rostro se deforma por la noticia y nada más empezar la rueda de prensa de ganador habla de su médico, de su dolor, de cómo le dedica la victoria.

Y como todos los miembros del equipo, Soler se sintió huérfano; y, como todos los que le conocieron y, obligatoriamente, apreciaron, un poco más solo. Y todos maldicen el sinsentido de que sean las personas que hacen mejor al mundo las que siempre mueren antes de tiempo. “Una persona sobre todo íntegra que no quiso decir nada a nadie de su cáncer, que no quería que nadie se preocupara por él”, resume Arrieta, quien, como todos sus amigos lamenta no haber estado más tiempo con él, no haberle visitado, después de que a comienzos de la pasada temporada, sorprendentemente, la dirección del equipo prescindiera de él, de un médico que había entrado en el Banesto a finales de los años 1990, cuando terminó la época de Sabino Padilla, y había permanecido intocable desde los tiempos del Chava hasta los 40 años de Valverde.

Y entre medias arropó a decenas de ciclistas, con quienes convivía más de 200 días al año, siempre en la carretera, les puso el termómetro, les tomó la tensión, les preparó entrenamientos, descargó en ordenador, siempre al borde de la saturación, los datos de todos sus pulsómetros y medidores de potencia en tablas Excel que solo él sabía manejar, los analizó hasta las tantas de la madrugada, les efectuó pruebas de esfuerzo, les llevó al hospital heridos, y les trataba como un padre amoroso trata a sus hijos a los que ve crecer y no paran, y así con Lastras, con Mancebo, con Nairo, que mientras Soler ganaba en Suiza se imponía en la Vuelta a Asturias, doble homenaje de sus pipiolos, a Rubén Plaza, su favorito, al Arrieta ciclista, a Piepoli…

“Nos subía las maletas y nos bajaba las aspirinas”, dice José Miguel Echávarri, responsable del Banesto que contrató a Hoyos, quien hasta entonces ejercía en el Artiach de Paco Giner, y refleja Echávarri cómo, durante las carreras, Hoyos viajaba a la ciudad de la meta en el camión de los mecánicos, que transportaba las maletas de todos los miembros de su equipo, y nada más llegar al hotel de la llegada subía a los dormitorios el equipaje de cada uno, y después se iba al autobús a esperar que llegaran los corredores.

De Hoyos nadie habló nunca mal pese a que durante un par de décadas en España no hubo quizás oficio con peor fama que el de médico deportivo de un equipo ciclista. La duda, la sospecha de ocultas y vergonzantes prácticas nunca se le pudo pegar a uno con un carácter demasiado castellano, seco, austero, silencioso, para su gusto, médico de la primera promoción de la escuela de Medicina Deportiva de la Complutense de Madrid, con prácticas en el Gregorio Marañón, y que antes de llegar al ciclismo ejerció cuidando a los trabajadores que en el desierto de Irak construían búnkeres para defender la locura bélica de Sadam Hussein. Hoyos contaba sus historias, el calor en los búnker hornos, las penalidades, sin darse la menor importancia, como no daba ninguna importancia a los dolores, ataques y males que le acechaban de vez en cuando, y solo lamentaba no haber estudiado Matemáticas, la materia que más le gustaba, y hacía alucinar a sus colegas resolviendo de cabeza, sin papel ni lápiz complicadas multiplicaciones que incluían números decimales, y no haber estudiado con más ahínco la carrera. “Yo iba todos los días a clase y tomaba todos los apuntes, y por las noches salía a divertirme”, contaba en sus comidas con amigos. “Todos los compañeros me pedían los apuntes, pero yo solo los leía la víspera de los exámenes y con eso ya me bastaba para aprobar…” Y sus amigos de la Escuela se emocionaba porque allí, a la facultad de Medicina de la Complutense, les llevaba a sus ciclistas para que entre todos les hicieran las pruebas de esfuerzo, y tocaran material humano de primera calidad deportiva. Y con ellos colaboraba para entre todos publicar grandes estudios en revistas de fisiología.

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Entró en el ciclismo a finales los años 1980. Comenzó en el Caja Rural de Txomin Perurena, a quien se lo recomendó su primer médico entonces, Eufemiano Fuentes, de quien aprendió Hoyos justamente todo lo que no había que ser ni hacer. Y toda su vida, tan corta, se dedicó a ello.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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