La falsa fragilidad de los campeones ciclistas
El holandés Dumoulin, uno de los mejores del mundo, no es el primero que deja el ciclismo tras una crisis existencial
Cuando aún era ciclista, hace no tanto, Martín Bouzas se veía reflejado en Tom Dumoulin, quería ser como el fenómeno holandés. Condiciones no le faltaban. Alto como Dumoulin, casi 1,90 metros, y espigado como el ciclista que le ganó al Giro a Nairo Quintana, el mismo que tranquilamente, como si no se jugara nada, y vestía ya la maglia rosa, se apartó al campo bajando el Stelvio y respondió a una llamada de la naturaleza fuerte, y volvió a subirse a la bicicleta, y no pudieron con él, Bouzas también destacaba en las pruebas contrarreloj, y desde juvenil ganaba los campeonatos de España de la especialidad, y también sabía tirar largo y resistente del pelotón cuando tocaba. “Veía sus fotos pedaleando y las comparaba con las mías y veía hasta parecido en los gestos que hacíamos”, dice Bouzas, al que el espíritu le dijo basta hace unos meses y colgó la bicicleta justo cuando había llegado a ser ya profesional, y tenía solo 22 años. “Y”, añade con una ironía muy gallega, tiznada de melancolía, “fíjate, ahora es Dumoulin el que me imita a mí”.
En su casa de Rois (A Coruña), donde prepara oposiciones a Correos, Bouzas leyó hace unos días a Dumoulin diciendo que en el momento en el que le había dicho a su director que se tomaba unos meses de reflexión, que dejaba el ciclismo porque no sabía si en realidad quería seguir siendo ciclistas, y que solo con decirlo se había quitado de la espalda una mochila de 100 kilos de peso, y que esa noche durmió feliz por primera vez en mucho tiempo. “Y justamente eso es lo que sentí yo cuando le dije a Juanjo Oroz y a Iosune Murillo [su director y entrenadora, respectivamente, en el Kern Farma] que no aguantaba más, que llevaba mucho tiempo meditándolo y que dejaba el ciclismo, que competir ya no era un placer sino un infierno. Llega un momento en el que dices basta”.
Bouzas vivía en el reino en el que el lema es “bienvenida presión”, explica Ramón Cid, entrenador de atletismo, que recuerda que todos los deportistas que llegan a la elite han hecho todo lo posible desde pequeños para tener presión: “¿Qué niño no sueña jugando en su barrio con tirar el penalti decisivo que convierta al Real Madrid en campeón de Europa?”
Oroz y Murillo entendieron al instante las razones y el mal de Bouzas y le felicitaron por haber sido capaz de tomar una decisión tan joven, a los 22 años, porque conocían ciclistas que solo al final de su carrera reconocían el sufrimiento que había sido para ellos, pero quizás, los técnicos navarros sean una excepción en un mundo, el del deporte de alta competición, en el que rápidamente se clasifica a los deportistas con etiquetas como “frágil mentalmente” o “no soporta la presión” o así.
E intentan ayudarlos enviándolos a psicólogos deportivos cuyo único objetivo es lograr de ellos el máximo rendimiento y, como dicen los fisiólogos, nunca alcanzan a conocer la percepción que tiene un deportista de su cuerpo, y la verdad escondida en la sentencia de Per Olof Astrand, padre escandinavo de la fisiología, de que la primera causa de la fatiga es el aburrimiento. Y algo de aburrimiento, o cansancio psicológico, influyó para que Alberto Contador, por ejemplo, un ejemplo de ambición y superación, se retirara antes de cumplir 33 años, cuando ya no era capaz de disputar generales y se había convertido en especialista en hazañas.
Es el reino, también, en el que los mejores se distinguen por cambiar y aspirar siempre a más apelando a su necesidad de salir de su zona de confort. “Es un mundo”, recuerda el psicólogo deportivo Pablo del Río, “en el que a los deportistas se les admira porque ganan, no por su personalidad o su forma de ser. Y muchos piensan que si no ganan van a dejar de quererlos y se agobian, pero yo en todos los años que he estado en el Consejo Superior de Deportes no he conocido ningún deportista para quien el agobio fuera tan grande que lo tuviera que dejar. La mayoría tienen equipos de apoyo que saben llevarlos y manejar las situaciones”.
Muy pocos recuerdan a deportistas de éxito que no fueran ciclistas que dejaran su deporte súbitamente alegando que se le hacía insoportable. En el recuerdo de muchos solo aparece el nombre de Iñaki Alaba, defensa de la Real Sociedad de Toshack, titular indiscutible, que a los 23 años le dijo a Toshack que lo sentía pero que dejaba el fútbol, y el técnico galés no quería creer lo que oía y le preguntaba que si estaba loco, cuando Alaba, estudiante de cuarto de Derecho (y actualmente trabajando como abogado), le aseguraba que dejaba el fútbol “porque no era feliz con ese tipo de vida”. “Es una decisión que he tomado después de mucho meditar. No es fruto de una rabieta de un día”, dijo Alaba en una conferencia de prensa de despedida en agosto de 1990 en la que el presidente de la Real, Iñaki Alkiza, quiso recordar que también Elías Querejeta, renombrado productor de cine, también había dejado el fútbol muy joven (era portero de la Real) en busca de una satisfacción vital. “Será difícil que lleguen a comprender mi postura, pero la verdad es que no podía más. Me sentía como en un circo. He sufrido mucho y me he dado cuenta de que no podía seguir. Ello me permite buscar otro camino en la vida”.
Ni Bouzas fue el primer ciclista ni Dumoulin el segundo. El miedo a la obligación de ganar ya generó en su momento figuras que el folklore popular celebró, como Julián Gorospe, quien cuando perdió el maillot amarillo en la Vuelta de 1983 a manos del Bernard Hinault de Serranillos solo pudo decir: “Qué alivio. Qué peso me he quitado de encima”. Las mismas palabras las repitió prácticamente iguales su paisano vizcaíno Igor Anton, que celebró casi con alegría una caída al pie de la ascensión a Peña Cabarga en la Vuelta de 2010 que afrontaba como líder. Perdió aquel día el maillot rojo y la Vuelta la ganó Vincenzo Nibali, pero él confesó que esa noche durmió como nunca.
Antes que Bouzas o Dumoulin, fue Adrien Costa, el fenómeno juvenil estadounidense por el que se pegaban todos los equipos WorldTour. Y tenía tanta ambición que recorría en invierno las concentraciones de los equipos en la costa levantina ofreciéndose a todos. Le aceptó el Quick Step a los 19 años, pero siguió en 2017 en el equipo nodriza de Axel Merckx, el Axeon-Agens Berman. En abril, súbitamente, dejó de correr, y en julio anunció que dejaba el ciclismo. Un año más tarde, en agosto de 2018, se cayó mientras practicaba la escalada y le tuvieron que amputar una pierna.
Y entre los grandes grandes, abrió la puerta Marcel Kittel en agosto de 2019. El sprinter alemán, ganador de 14 etapas en el Tour, anunció que se tomaba unos meses para pensar en su futuro, y poco después dejó el ciclismo para siempre. “Estaba exhausto, consumido física y mentalmente. No era feliz. No sabía quién era”, recuerda el alemán, que acabó devorado no tanto por la presión como víctima de una crisis emocional que tiene más que ver con la sensibilidad o la inteligencia que con la fragilidad, una caída del caballo que les hizo ver que quizás el ciclismo, tan exigente, les estaba robando la vida, y acaban hasta las narices hasta de afeitarse las piernas, de no tener la libertad de dejar crecer el vello.
“¿Por qué se dan más casos en el ciclismo? Es el deporte más duro. Más de 80 días de carrera al año que te absorben totalmente. No te dejan tiempo para pensar. Y si tienes éxito, que al principio hasta te emociona, entras en una centrifugadora. La vida es una repetición de momentos, y la presión es tal que el estrés te devora”.
No son muy diferentes las razones de Dumoulin, quien ya hace dos años y medio, después de comprobar que ganar el Giro era la puerta a una carrera de máxima exigencia, y abandonó el Sunweb a media temporada, y hasta dejó de correr ya unos meses. Se fue al Jumbo, donde le pagaban el doble, donde la exigencia se multiplicó como el sueldo.
“Llevo un año por lo menos sintiendo que no sé quién es Tom Dumoulin. Es la presión, son las expectativas de tanta gente. Parece que mi único destino es lograr que todos estén felices con lo que hago, el equipo, los aficionados, los sponsors, mi mujer, mi familia… Y me he olvidado de mí”, dice el holandés que el pasado Tour renunció a ser la alternativa a su compañero Roglic y prefirió trabajar como gregario, un ciclista que ha demostrado toda su vida una gran dureza mental, que seguramente firmaría las palabras que usa el propio Roglic para explicar cómo superó el drama de perder el Tour en la última contrarreloj: Es muy nocivo tener la victoria como único objetivo. Si terminas segundo, estás acabado, no encuentras energías para volver a empezar, y eso te impide encontrar el placer en la preparación, en el camino”.
“¿Qué quiero? ¿Cómo quiero que sea mi vida?”, se pregunta Dumoulin. “No he tenido tiempo para responder a esa pregunta, porque la carrera ciclista es como un tren en el que estás yendo siempre de un sitio para otro, de una concentración a una carrera, al siguiente objetivo. Y la pregunta sigue ahí, esperando una respuesta”.
Bouzas cuenta que en algún momento buscó la ayuda de psicólogos porque pensaba su carácter, muy perfeccionista, no era compatible con ser ciclista, y ese perfeccionismo, que no le dejaba desconectar ni un segundo del ciclismo, podía acabar convertido en obsesión. “Le doy muchas vueltas a todo, no sé desconectar”, dice el gallego, “pero los psicólogos solo me ofrecían parches. Y luego estaba al miedo a no ganar, la presión que me metía yo, la presión exterior, la de la gente que te rodea... Hasta que llegué al campeonato de España, que debía haber sido la muestra de mi plenitud, una felicidad, y fue un infierno”.
Y el día que decidió dejarlo, y lo hizo 10 años antes que su ídolo, Bouzas empezó a dormir tranquilo, como Dumoulin.
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