Parque Jurásico
Cualquier grada argentina se parece más al viejo Anfield que los modernos megaestadios europeos
Las historias del viejo Anfield, esas que cuenta Michael Robinson con una copa en la mano, son una delicia. En el Liverpool de antaño, frugal y obrero, los futbolistas profesionales disfrutaban de su jerarquía: disponían de un chaval de las categorías inferiores para que lustrara sus botas y planchara sus camisetas. Esos mismos profesionales habían pasado su propio período de aprendizaje. Habían entrenado días y días con la ropa sucia (el lunes, lavandería; el resto de la semana, el mismo sudor y el mismo barro seco de la víspera) y eran conscientes de su pequeñez ante la lealtad furibunda de la grada y la grandeza de la leyenda roja, en lo alto de la cual reinaba eternamente Bill Shankly.
Anfield sigue siendo Anfield. Eso es una ventaja. Cuando un club de fútbol cambia de estadio, deja atrás un pedazo de su espíritu. A veces, un pedazo muy grande. Pero donde antes mandaban los utilleros sindicalizados y los auxiliares técnicos con whisky en el aliento hay ahora matemáticos, ingenieros, tipos que manejan millones de datos en su ordenador y determinan fichajes por un algoritmo. Aquel Liverpool sabroso y emocionante, en el que hasta los saques de esquina se habrían lanzado de cabeza de haberlo permitido el reglamento, era una delicia. El de hoy es una maravilla. Ningún Liverpool jugó jamás como el Liverpool de Jürgen Klopp. Hay que rendirse ante el progreso. Con dinero, recursos e inteligencia, gracias al mercado global y a los inversores multimillonarios, el juego alcanza un nivel nunca visto antes.
Eso no siempre es cierto, de acuerdo: una plantilla mimada y pagada a precio de oro (en realidad, a un precio superior, porque un futbolista enteramente de oro vendría a costar unos 40 millones de euros) puede generar algo tan aburrido como lo que perpetró el Barcelona en Valencia. En cualquier caso, el fútbol rico es en general más brillante que el fútbol pobre, y el equipo rico suele ganar, pese a gozosas excepciones, al equipo pobre.
Ocurre que la brillantez y la victoria no lo son todo. Hay otros elementos más o menos intangibles. El fútbol argentino, al que la falta de recursos financieros y la sobreabundancia europea han dejado en los huesos, es como un Parque Jurásico, un espacio fuera del tiempo en el que rigen, por fuerza, valores distintos. Los futbolistas pelean, sufren, fallan. No es infrecuente que ofrezcan partidos tan anatómicamente contrahechos como el que enfrentó el sábado a San Lorenzo y Estudiantes. Durante esa hora y media de ofuscación y encontronazos, lo mejor fue un pase largo de un relativo debutante (Javier Mascherano, 35 años, veterano del Liverpool, recién incorporado a Estudiantes tras una larga carrera internacional) que terminó en gol como podía haber terminado en nada.
En este Parque Jurásico sin contrataciones millonarias falta espectáculo, indudablemente. Lo que no falta es emoción. A falta de seis jornadas para la conclusión de la Superliga, en la cabeza de la tabla se amontonan River, Boca, Argentinos, Rosario Central, Vélez, Lanús, Arsenal y San Lorenzo. Seis puntos separan a River de San Lorenzo. Por el diabólico sistema de los promedios, en la última jornada Rosario Central podría estar disputando el título o rezando para evitar el descenso. Es un mundo caótico y visceral en el que la pasión manda sobre el cálculo y la técnica.
Cualquier grada argentina se parece más al viejo Anfield que los modernos megaestadios europeos. No se asiste desde ella a espectáculos prodigiosos, pero se huele el aroma acre y caliente del fútbol. Lo cual no es poco.
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