Lucha de clases en la estación de esquí
La fraternidad entre los Izagirre da la victoria de etapa a Ion y Carapaz organiza la revolución que destrona a Roglic y le da el liderato
Se acerca el invierno. El mundo alrededor se paraliza poco a poco a golpes de frío, lluvia, viento y toques de queda, pero la Vuelta sigue, y ascendiendo entre la bruma y el agua, y los bosques de otoño hermosos en los Pirineos, a la estación de esquí de Formigal, 1.760 metros, el pelotón oscuro –porque oscuros son los chubasqueros que abrigan a los ciclistas al borde de la hipotermia, y cada equipo tiene preparadas cuatro prendas para cada ciclista, para reemplazarlas cuando se empapen– es el tren Rompenieves, y, como en la película del coreano Bong Joon-ho, aloja y transporta a los últimos supervivientes de un mundo congelado, y genera su propia energía, inagotable, permanentemente renovada, alimentada por bidones de té caliente, barritas de glucosa rápida, maltodextrinas sólidas, nunca bocadillos que reclaman demasiada sangre para su digestión, y la sangre tiene que llegar a los músculos: la lucha de clases exige combate y fuerza, y fraternidad, como la que forman, clase aparte, lucha propia, Gorka Izagirre y su hermano Ion, en la fuga, con sacrificio del mayor y sus guantes de verano, y se tiembla de frío solo con verlos, y victoria del más pequeño, Ion, ya ganador de etapas en Tour (la Joux Plane, nada menos, y también bajo la lluvia) y el Giro, mil veces caído y roto, otras tantas levantado y peleón, más duro que el frío que le congela cuando, ya adrenalina pura, en los últimos tres kilómetros, se quita el abrigo para subir más ligero, y tiembla y tirita, pero resiste.
La lucha contra un enemigo más grande para revolucionar la jerarquía exige la ferocidad y la inteligencia de Richard Carapaz, que le dice a su socio Andrey Amador que le acompañe para lanzarse locos en el descenso de Cotefablo, técnico (peligroso) y amenazador bajo la lluvia, una pista de patinaje que despierta recelos e incertidumbre y aísla al líder entonces Primoz Roglic, y su equipo, el Jumbo de Kuss, Bennett, Gesink, Dumoulin, que ya no son banana mecánica, está extenuado pues lleva todo el día intentando controlar una fuga de 22 que se niega a levantar el pie. Se descuelga bajando Roglic, y el maestro de las nieves y de los descensos gasta sus últimas energías y a sus últimos jumbos para enlazar, y el Movistar en pleno se une a Carapaz en la ofensiva. Trabaja Marc Soler, trabaja Valverde, y Enric Mas resiste y tiembla por un frío del que, dice, no se va a olvidar en su vida, y luego cede cuando, en los últimos tres kilómetros, el puerto en sí, ataca Carapaz a por el liderato. Al ecuatoriano que acabó con Roglic en el último Giro también un día de frío y lluvia helada bajando el Mortirolo, y ganó aquel Giro, solo le resiste Hugh Carthy, un inglés delgaducho que como él sabe lo que es el frío de Pamplona, ciudad en la que vivieron ambos varios años.
El ecuatoriano que dejó al Movistar por el Ineos el invierno quiere llegar a Madrid de rojo el 8 de noviembre, y el director de la carrera, Javier Guillén, quiere que su tren llegue hasta el final a pesar del toque de queda y el estado de alarma. “Y si el Gobierno cancela la carrera será porque lo exige la salud de los ciudadanos y las ciudadanas, que es el bien más importante”, dice. “Pero no contemplamos ese horizonte”. El maquinista de la Vuelta cruza los dedos todos los días para que el salvoconducto de que goza su carrera se mantenga pese a las diferentes restricciones que puedan aplicar las Comunidades Autónomas (y le quedan por recorrer Euskadi, La Rioja, Castilla y León, Cantabria, Asturias, Galicia y Madrid) y se felicita mientras tanto de la lucha de Formigal, la etapa que a última hora sustituyó la del Tourmalet y el Aubisque tras la negativa de Francia a recibirle. Y no hay quien no recuerde que en otro Formigal, cálido y soleado entonces, 2016, Nairo, campesino andino y duro como Carapaz, también lideró una revolución que acabó con el Froome todopoderoso.
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