La derrota del más grande, Eliud Kipchoge
El plusmarquista mundial y campeón olímpico termina octavo en el más extraordinario maratón de Londres, donde se impone el etíope Kitata
Decía el gran Haile Gebrselassie que si volviera a nacer no le importaría reencarnarse en Eliud Kipchoge, y que ya a su hijo le dice que tiene que ser como él, como el campeón olímpico de maratón. Lo decía antes del maratón de Londres, y seguramente volvería a decirlo, y más fuerte aún, después de lo que ocurrió este domingo durante dos horas y cinco minutos una mañana fría y lluviosa, de las típicamente londinenses, en el tan londinense St James’s Park, y Kipchoge no es un robot sobre unas zapatillas mágicas con plataforma y el rictus de una sonrisa en los labios que lo gana todo desde 2013, sino un atleta que sufre.
Es el maratón de Londres, el único de los grandes que ha resistido la pandemia, y ha tenido que retrasarse seis meses, de primavera a otoño, para conseguirlo. Y es el maratón de Londres más extraordinario que se recuerda, y no tanto porque solo haya podido sobrevivir renunciando a su trazado habitual que atraviesa toda la metrópoli británica, y ni siquiera porque se haya visto reducido a una carrera de circuito, 20 vueltas al estanque del parque que va del palacio de Buckingham a Downing Street y el encharcado campo del desfile de la guardia a caballo, y a puerta cerrada, apenas unos monigotes simulando público en los laterales de las vallas, y con una participación reducida a 100 atletas profesionales, sin las decenas de miles de corredores populares habituales, sino porque por primera vez en mucho tiempo una maratón deja de ser una contrarreloj, la lucha contra el tiempo, contra el récord, de un atleta en estado de gracia, y se convierte en una lucha abierta por la victoria de una decena de atletas, y los cronómetros no existen. Y aunque todos corran sobre plataformas de cuatro centímetros, un mal inevitable, nadie termina proclamando que ha ganado este porque sus zapatillas tienen muelles y espuma atómica.
El rostro que no puede disimular el dolor
Y no gana al que todos esperaban, el más grande de la historia, Eliud Kipchoge, que se maneja al frente del grupo de los buenos hasta el kilómetro 37, que es cuando su rostro no puede disimular el dolor y sus piernas acortan su zancada, que pierde brillo y tono, y aunque la carrera es lentísima para sus hábitos, pues Kipchoge es el plusmarquista mundial (2h 1m 39s), y ha ganado 11 de los 12 maratones que ha disputado antes del 13º fatal, y hace un año, en Viena, en una exhibición de calzado atómico, corrió los 42,195 kilómetros en menos de dos horas (1h 59m 40s), es demasiado rápida para su momento de forma.
Y cuando se queda todos los que lo observan se percatan de la grandeza del campeón olímpico: la carrera no iba más rápida porque él no podía, y porque los rivales, que tanto le temen, no se atrevieron a lanzarla por miedo al atleta de 35 años que más simboliza en su persona, en su vida humilde y grande, todos los adjetivos que se quieran añadir al maratón.
Gana el más inesperado de todos los favoritos, un diminuto etíope de 24 años llamado Shura Kitata. Y en la época loca en la que parecen menores las maratones en las que el ganador no desciende de las dos horas tres minutos, el tiempo de Kitata es de 2h 5m 41s, similar al que le dio la victoria al marroquí Khanuchi hace 18 años. En un sprint que Kipchoge, ya tan atrasado, no puede ver, tres maratonianos se disputan la victoria en los últimos 200 metros. Un final excepcional en el que el keniano Vincent Kipchumba, un gigante de 30 años, se precipita, se lanza pronto en un ritmo que no puede mantener y que solo sirve para que de su espalda Kitata surja con facilidad y triunfe.
Tercero fue el etíope Sisay Lemma. Kipchoge, él, terminó octavo, un minuto después. “Sufrí calambres”, dijo después Kipchoge, quien, llamativamente, se saltó los últimos avituallamientos sin coger su botellín. “Hacía frío, pero eso no fue la razón”.
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