Jugadores de entrenamiento o de multitudes
Cuando decimos que el fútbol sin gente es desabrido, nos quedamos cortos. Es otro fútbol. Distraído, irregular, menos heroico
Lo que enseña el silencio
El nuevo fútbol nos está desvelando secretos que estaban escondidos en la maraña de aplausos, gritos y pitos propios de la normalidad. Este silencio fantasmal nos revela intimidades que completan el patrón de juego de algunos futbolistas. Hay perfiles que son coherentes con la sospecha que teníamos del jugador. Por ejemplo, en la personalidad de Thomas Müller no sorprende que, mientras juega, parezca una radio retransmitiendo el partido. Pero hay futbolistas a los que el silencio de la grada puso en otra dimensión. Es el caso de David Alaba, al que tenía como un lateral izquierdo pulcro, profundo y algo distraído. Lo miré con desconfianza cuando apareció de marcador central, una función que requiere de máxima concentración y no admite errores. Pero ahora no solo descubrimos que estamos ante un central enfocado, sino que enfoca a los demás con una comunicación constante que contribuye al orden. Cuanto más silencio, más Alaba.
El método Kimmich
Hay jugadores épicos a los que los aficionados adoptan por su entrega y expresividad. Y hay otros que conocen la ciencia del juego y que, con un aire reposado, se convierten en el organizador secreto de todas las cosas. Es el caso de Joshua Kimmich, al que vi dictar clases como lateral, no ponerse nervioso como central y, ahora, adueñarse del equipo como medio centro. Admiro a los futbolistas con capacidad de síntesis, que simplifican las cosas y hacen mejores a sus compañeros. Con y sin la pelota. Siempre apoyando. Kimmich es lógico en la distribución, filoso cuando mete pases en profundidad y puede ser exquisito, como contra el Borussia Dormund, marcando un precioso gol que puede decidir el campeonato. El fútbol sin afición provoca más distracciones y un comportamiento más irregular de los jugadores. Kimmich permanece conectado por el método de tocar más de 100 balones por partido.
Es otro juego
Siempre hemos conocido como “jugadores de entrenamiento” a aquellos que se acobardaban ante la gente. En la intimidad, muy buenos; en público, desaparecidos. Pero lo que estamos viendo en Alemania nos obliga a definir como “jugadores de multitudes” a aquellos que, cuando falta la gente, se vuelven mediocres. Vemos errores defensivos groseros: desajustes infantiles, córneres que se rematan con el pie, pifias que regalan goles… Cuando decimos que el fútbol sin gente es desabrido, nos quedamos cortos. Es otro fútbol. Distraído, irregular, menos heroico. Un fútbol desapasionado en el que, sin la energía que baja de las gradas, es más improbable que los peores le ganen a los mejores. En España veo a todo el mundo preocupado por los dos partidos por semana que se jugarán en medio de un calor infernal. Más les valdrá que se empiecen a preocupar de la mente, porque el campeonato lo decidirá el poder de concentración.
¿Cómo que no pasa nada?
Hay una corriente de opinión que está creciendo, a la que se adhiere gente que desconfía del fútbol y que dice algo indiscutible: llevamos tres meses sin fútbol y no pasó nada. “Podemos vivir igual”, aseguran. En efecto, el mundo siguió girando, indiferente. Nadie ha convocado manifestaciones para su vuelta ni sabemos de ningún suicidio. Todo eso es cierto. Debo decir, además, que en muchas ocasiones el fútbol da razones para que desconfiemos de su afán consumista, de la violencia siempre latente y a veces explícita que hay dentro de su ámbito, de su omnipresencia en los medios de comunicación… Pero como parte de la industria del entretenimiento, existe para divertirnos. Y para activar emociones comunitarias que de otro modo estarían adormecidas. Llevo el mismo tiempo sin ver fútbol que sin poder besar a mis nietos, y tampoco pasó nada. Excepto que, sin verlos, vivo infinitamente peor.
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