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alienación indebida
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lejos del fútbol

El deporte no es tan importante como nos gustaba fingir y por eso lo echamos tanto de menos

De Bruyne marca ante el Madrid.
De Bruyne marca ante el Madrid.Rodrigo Jiménez
Rafa Cabeleira

Parece que ha pasado un lustro desde que vimos rodar una pelota en directo por última vez, como si el confinamiento tuviese la demoledora capacidad de expandir el tiempo y alejar nuestros recuerdos más allá de la lógica irrefutable del calendario. Tampoco ayuda el silencio reinante. Uno sale a patear las calles de Madrid, camino de la farmacia o del supermercado, y podría pensar que ha vuelto a marcar De Bruyne de penalti. Quizás fuera aquel el último golpe asestado por el fútbol a una iudad que acostumbra a moldear su día a día en función de cuanto sucede en los estadios, también para quienes declaran su ateísmo a la primera oportunidad y sienten como una molestia el calor y el ruido que emana de estas nuevas catedrales, de estas fortalezas sentimentales. Aquella noche, la del 1-2 en el Bernabéu, bien pudo servir como ensayo general de lo que estaba por llegar, un simulacro a pequeña escala de la tristeza suspendida en que ahora nos movemos los aficionados al deporte rey.

Por supuesto, están todos los demás y todo lo demás. Nadie es ajeno al dolor colectivo que ha causado la pandemia, a los muertos, a los enfermos, a sus familias... A los que han perdido sus trabajos y a quienes temen perderlos en cualquier momento. Eso no hace más que ahondar en la certeza de que el fútbol no es tan importante como nos gustaba fingir y por eso lo echamos tanto de menos: porque nos ha dejado sin coartadas, desnudos ante el envite de una realidad que nos aplasta como una avalancha sin gol. Decía Lucía Taboada hace poco, en las páginas del diario As, que el fútbol es para tocarse, “una ceremonia deportiva, una ceremonia social, un barullo monumental”. También para mantenernos en pie cuando todo parece derrumbarse, aunque solo sea de puertas hacia fuera y a modo de terapia.

En Galicia, hace unos años, vivía un periodista que aprovechaba los fines de semana para sacarse unas perras arbitrando partidos de regional. Se hizo famoso porque un día, después de formar un lío tremebundo en uno de esos campos de tierra dejados de la mano de dios, se recluyó en la caseta para escribir la crónica del choque y en un ataque de sinceridad sin precedentes escribió: “Desastroso arbitraje en el estadio del Malecón”. Acostumbrados a este tipo de catarsis, ¿cómo expiar ciertos pecados en ausencia de fútbol? Sinceramente, yo no lo sé.

Por si esto no fuera castigo suficiente, en algunos canales de televisión han decidido bombardearnos con partidos de leyenda casi a diario, que es como aplicar nostalgia a las infecciones en lugar de antibióticos. De repente, nos hemos convertido en nuestros abuelos y cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Tengo un amigo que, el otro día, se pasó la reposición del Argentina-Inglaterra del Mundial 86 contando las patadas que le daban a Maradona. “Aquello sí era fútbol y no este teatrillo de ahora”, me dijo al terminar de sumar plantillazos, embestidas y trompicones. Me quedé muy sorprendido porque es el mismo que todavía sigue viendo falta de Gabriel Jesús a Sergio Ramos en el 1-1 de aquel partido que silenció Madrid a modo de ensayo y por una razón muy sencilla: porque nadie imaginó lo que estaba por venir ni que el fútbol, en apenas un mes, nos podría quedar tan lejos.

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