La naranja de Arsenio
A caballo entre dos mundos, siempre abrazado a la prudencia, construyó Arsenio una carrera que terminó por hacerle justicia a base de mirar hacia atrás
No sabemos si Arsenio Iglesias nació en un humilde pesebre, como el hijo de dios, pero bien podría haber sucedido así. Aquel 24 de diciembre de 1930, en Arteixo, su madre alumbraba al personaje más trasversal, carismático y estimado del fútbol gallego, el menor de nueve hermanos, un niño menudo al que tiempo más tarde, según él mismo recuerda, los reyes magos le trajeron como regalo una naranja: ni oro, ni incienso, ni mirra. Si por alguna razón creyésemos necesario adornar su leyenda, empezaríamos por insinuar que todavía hoy conserva tan preciado recuerdo escondido en alguna parte, el más simbólico de todos los acumulados en sus recién cumplidas 89 nochebuenas. Porque si hay alguien capaz de convertir lo perecedero en eterno ese es Arsenio Iglesias: el verdadero icono de una época en la que toda Galicia parecía cincelada a su imagen y semejanza.
A caballo entre dos mundos, siempre abrazado a la prudencia, construyó Arsenio una carrera que, primero como futbolista y después como entrenador, terminó por hacerle justicia a base de mirar hacia atrás. Porque el extremo habilidoso que un día fue, pasó por la élite de nuestro fútbol sin dejar una huella demasiado profunda. Y sin embargo, al bucear en las hemerotecas, se encuentra uno con que pudo haber fichado por el Real Madrid de Di Stéfano, Gento y compañía pero prefirió marcharse al Sevilla, atraído por el magnetismo docente de Helenio Herrera. De ahí pasaría al Granada, con el que llegó a jugar una final de Copa frente al Barcelona en la que, por cierto, marcó un gol de cabeza. Hace unos años, en la TVG, le rindieron un merecido homenaje que incluía, entre otra muchas, la imagen de aquel tanto insuficiente (su equipo perdió por cuatro goles a uno). “¡Cómo saltaba!”, dijo Arsenio para regocijo de los presentes. Y es que, a partir de una cierta edad, conviene recordar de qué se nutre la verdadera nostalgia.
En septiembre de 1995, A Coruña amaneció sobresaltada con la desaparición del busto erigido por el ayuntamiento en su honor. Aquello activó las alarmas de una ciudad que lo reverenciaba como a un santo -puede que como a un héroe- aunque no sin cierto retraso, tantas veces maltratado por un club y una afición que vivieron años muy oscuros. “Yo era de una aldea y ya se sabe lo que pasa. Hoy somos todos iguales, unos con más billete que otros, pero en aquellos tiempos...”, recordaba O Bruxo el clasismo asfixiante que lo empujó a dimitir a las pocas horas de haber devuelto al equipo a la Primera División. Esa condescendencia lo acompañaría siempre, de un modo u otro, pero fue en su paso por el banquillo del Real Madrid cuando se volvió especialmente desagradable, con un trato por parte de algunos sectores de la prensa deportiva que rozó lo denigrante. Todo lo soportó Arsenio con paciencia -¡qué remedio!- pero sobre todo con dignidad. Porque mucho antes de que el Prestige llenara nuestras costas de chapapote, o el fuego calcinase nuestro montes cada verano, Arsenio nos fue dejando pistas sobre cómo afrontar lo inevitable. Esa será su gran lección de vida a las presentes y futuras generaciones o, dicho de otra manera, la naranja que algún día todos querremos conservar.
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