Un cuento lleno de ruido y furia
En los muchos días de hastío, conviene repasar las razones por las que el fútbol nos sedujo: nos gusta porque se parece a la vida, porque contiene todas las miserias del mundo real
Hay días en que uno soporta mal el fútbol. Muchos días. Casi todos, en realidad. Son los días en que uno se pregunta (y se responde) por qué se le asignó un Mundial a Qatar. O a Rusia. Los sumarios judiciales sobre la masiva corrupción que durante décadas imperó en la FIFA, y tal vez el uso del pretérito perfecto resulte aquí muy arriesgado, explican muchas cosas. También las explicaciones sobre por qué la Supercopa española debe disputarse en Arabia Saudí, ese paraíso de la libertad y la justicia, acaban siendo altamente instructivas.
Dinero, geopolítica, acuerdos secretos, fraude. Por debajo de todo esto, el ansia. El ansia de los padres por ver ascender a sus niños hasta las grandes ligas, aún a costa de arruinar su infancia; el ansia de los chavalines de los continentes pobres por llegar a los clubes ricos, en una carrera de engaños y abusos que deja a muchos de ellos en la cuneta, solos, lejos de casa y sin futuro; el ansia de victoria a cualquier precio de tantos aficionados.
Y los negocietes cotidianos. La proliferación de las apuestas deportivas, cuyas terminales alcanzan los vestuarios y de cuya influencia en el juego, y en los resultados, empezamos a ver pruebas en los tribunales. El maravilloso mundo de los intermediarios, que necesitan comprar y vender a ritmo acelerado toneladas de futbolistas para que no cesen las comisiones y el depósito del Ferrari esté siempre lleno. La evidente colusión entre los de las apuestas, los intermediarios y ciertos directivos. El uso de los clubes para blanquear la imagen de magnates profundamente sucios.
También el crecimiento de las corporaciones, por supuesto. Como buen trasunto del turbocapitalismo contemporáneo, las grandes marcas del fútbol dominan el mercado planetario y crean a su gusto nuevas reglas, jaleadas por medios informativos que sobreviven, precisamente, gracias a las propinillas de las grandes marcas. La locura de unos contratos televisivos multimillonarios y las cantidades obscenas que estamos dispuestos a pagar (porque pagamos todos) a cambio de la ilusión que nos promete tal o cual fichaje rutilante.
En esos muchos días de hastío, conviene repasar las razones por las que el fútbol nos sedujo. Por supuesto, está el juego. Nos gusta el juego en sí. Sigamos por el sentido de pertenencia: “ser” de un club satisface pulsiones tribales o nacionales (sólo varía la escala) muy básicas, que nos permiten prescindir de esa incomodidad humana llamada sentido crítico, dividir el mundo entre “los nuestros” y “los otros” y entregarnos a todo tipo de maniqueísmos delirantes. Añadamos al juego y al sentido de pertenencia un elemento muy importante, la emoción: el fútbol, incluso sometido a las reglas del mercado y a los manejos fraudulentos de quienes construyen el mercado, mantiene destellos de imprevisibilidad. Es decir, de riesgo para quienes están acostumbrados a ganar y de esperanza para quienes están acostumbrados a perder.
El fútbol, en fin, nos gusta porque se parece a la vida. Porque contiene todas las miserias del mundo real (no perdamos de vista que el fútbol es solo un juego sobre el que volcamos una inmensa carga de ficción) y porque permite proyectar en él nuestras pasiones y nuestras miserias. Si la vida es, como William Shakespeare escribe en “Macbeth”, “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia y carente de sentido alguno”, el fútbol es su perfecto trasunto.
E igual que vivimos la vida e incluso la disfrutamos a veces, porque no hay mejor opción, seguimos con el fútbol. Pese a todas sus cosas insoportables. Por esos momentos en que el esfuerzo y el talento colectivos de once personas nos hacen soñar con un mundo mejor, o nos permiten al menos olvidar que es como es. Y porque no existe mejor opción.
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