Colón, el agua y la tragedia
La gente vinculada a equipos pequeños está tan hecha a las veladas catárticas que acaba tomándole gusto a la tragedia
La tragedia, según Aristóteles, tiene una función catártica. El espectador contempla los errores del héroe, generalmente relacionados con un desafío superior a sus fuerzas (se enfrenta al destino o a los dioses), y asiste a su castigo final. La catarsis vendría a ser un fenómeno purificador. El público sufre con el héroe y extrae de ello una enseñanza, o al menos una poderosa experiencia.
La gente vinculada a equipos pequeños, como este escribidor, estamos tan hechos a las veladas catárticas que acabamos tomándole gusto a la tragedia. Conocemos bien los síntomas físicos del fracaso, bastante parecidos a los de la hipotermia. Y pensamos incluso que esas lecciones severas sirven para algo.
A principio de octubre se evocó en este espacio la composición de una noche dramática. Fue aquella en que el Club Atlético Colón de Santa Fe, una entidad modesta del interior argentino con 114 años de historia y ningún trofeo en las vitrinas, superó en los penaltis al Atlético Mineiro brasileño y alcanzó la final de la Copa Sudamericana. Aquella del penalti sonriente del Pulga Rodríguez, un jugador de 34 años, menudo y zalamero con el balón. Fue la noche en que Colón desafió al destino.
A Colón le han pasado cosas tremendas. Hacia 1992, con apenas 2.500 socios y en Segunda, rozó la quiebra y la extinción. En 2003 el río Salado inundó Santa Fe y dejó en estado ruinoso el Cementerio de los Elefantes, como llaman al estadio de Colón desde que en 1964 contempló una victoria local frente al Santos de Pelé. En 2011, sus jugadores se atrevieron a tentar la ira divina. Como contaba hace unos días Andrés Burgo, decidieron que una gran estatua de la Virgen de Guadalupe que presidía el estadio acarreaba mufa, o gafe; la sacaron de su pedestal y la hicieron desaparecer. Se cree que acabó en el río Paraná. Hubo escandalera en Santa Fe, porque la virgen mexicana de Guadalupe es muy venerada en la ciudad, y para evitar males mayores el club se vio obligado a comprar e instalar una nueva estatua. En lo deportivo, sirvió de poco. No se sabe si la Guadalupe que descansa en el fondo del río o la que ahora bendice el Cementerio de los Elefantes tuvieron algo que ver, pero Colón bajó a Segunda en 2014.
La soñada final de la Copa Sudamericana se disputó el sábado en Asunción, la capital paraguaya, muy cerca de Santa Fe. La Nueva Olla, el estadio donde habitualmente juega Cerro Porteño, estaba copada por santafesinos sabaleros. A los de Colón les llaman sabaleros por lo de pescar sábalos en el río. El ambiente, en cualquier caso, era atronadoramente rojinegro. El rival, el ecuatoriano Independiente del Valle, apenas trajo un puñado de seguidores. Fue una primera señal de que se avecinaba la tragedia: un entorno demasiado favorable.
La segunda señal, de una potencia casi cósmica, llegó ya iniciado el partido. Un temporal de lluvia obligó a interrumpir el juego durante media hora. El agua, la que inundó el Cementerio de los Elefantes, la que cubre la vieja estatua religiosa en el fondo del Paraná, reblandeció a los futbolistas de Colón y dejó un césped rápido, ideal para los veloces extremos de Independiente. Los ecuatorianos marcaron por dos veces. Pero aún no estaba todo dicho. La señal definitiva fue que el Pulga Rodríguez, el humilde petiso al que respetan todas las hinchadas argentinas, el chaval que iluminó la semifinal con su sonrisa, falló un penalti. Ahí acabó todo. El resultado final fue de 3-1.
Más de 35.000 sabaleros hicieron lo que hacemos los perdedores: volver a casa callados y con síntomas de hipotermia. Nunca queda clara la lección de una tragedia, pero de algo sirve. Seguro. Si no, ciertas derrotas serían insoportables.
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