Una calma extraña antes de Brasil
A los argentinos no les queda mucho tiempo para elucubrar sobre por qué un combinado con el mejor futbolista del mundo ofrece un rendimiento tan escaso
La red ferroviaria argentina llegó a alcanzar más de 47.000 kilómetros. Ahora es algo más pequeña, está infrautilizada y se dedica casi enteramente al transporte de mercancías. El servicio de pasajeros cuenta con menos de 5.000 kilómetros. Como instrumento de desarrollo, el tren ha tenido un resultado mediocre en Argentina. Pero fue en su momento un gran medio para la difusión del fútbol.
En ese sentido, difícilmente podrá encontrarse en el mundo una vía férrea más prolífica que la construida a partir de 1887 por la empresa Central Córdoba (británica pese al nombre) entre Buenos Aires y Tucumán. Los empleados de Central Córdoba fundaron clubes en la propia Córdoba (Instituto Atlético Central Córdoba), en Rosario (Club Atlético Central Córdoba) y en Santiago del Estero (Club Atlético Central Córdoba). Este último cumplió 100 años el 3 de junio, hace unos días. Y lo ha celebrado a lo grande: ha conseguido el ascenso a la máxima categoría, la Superliga, por primera vez en su historia (si descontamos la breve inclusión administrativa de clubes del interior en la Nacional de 1967), después de subir de Tercera a Segunda en la temporada pasada. El sábado ganó por penaltis a Sarmiento y ya está ahí.
La hazaña de los chaqueños es formidable. Pero, salvo en Santiago del Estero, ha generado pocos homenajes. La afición argentina está en otro asunto. La selección nacional viaja a Brasil para disputar la Copa América y la gente no sabe si interesarse por el fútbol o pensar en cosas más estimulantes, si entusiasmarse un poco o asumir la fatalidad. Porque Argentina, el país de Alfredo Di Stéfano, Diego Maradona y Lionel Messi, dos veces campeón del mundo, tres veces finalista, 14 veces campeón de América y otras 14 subcampeón, se ha acostumbrado a perder. Su último título, precisamente una Copa América, data de 1993. Hace ya 26 años de eso. Messi tenía seis añitos por entonces.
A Messi no le quedan muchas más oportunidades para ganar algún título con la selección. Y a los argentinos no les queda mucho tiempo para elucubrar sobre por qué un combinado con el mejor futbolista del mundo ofrece un rendimiento tan escaso. Quizá porque a la cosa empieza a vérsele un final, se ha establecido algo parecido a una tregua entre jugadores y aficionados. Se percibe una calma inusual, una cierta expectación desganada ante la cita brasileña. La histeria de otros tiempos ha cedido el paso al disimulo y a las miradas de reojo.
Según una encuesta de la Universidad Abierta Interamericana, dos de cada tres argentinos creen que el seleccionador, Lionel Scaloni, carece de capacitación para el puesto. Uno de cada dos declara poco interés por la Copa América. Y solamente uno de cada 10 se plantea la posibilidad de viajar a Brasil, un país vecino, para animar a la Albiceleste.
Tanta frialdad resulta insólita. La selección argentina está habituada a partir hacia las competiciones entre un clamor entusiástico o bajo abucheos rabiosos. Cuando con más rabia se la atacó fue en 1986: pasó dos años sin jugar en territorio argentino por miedo a la bronca, perdió los amistosos con Francia y Noruega y, para ahorrarse ulteriores bochornos, prefirió preparar el Mundial enfrentándose a clubes tan discretos como el Grasshoppers, suizo, o el Junior, colombiano. “Esta selección no le gusta a nadie”, proclamó César Luis Menotti. Esa selección despreciada, dirigida por Carlos Bilardo, fue la del mítico partido contra Inglaterra y la que volvió de México con la copa.
En secreto, mientras simulan un completo desapego, los argentinos cruzan los dedos y sueñan con que Messi encuentra por fin a su pareja ideal en Lo Celso y ambos vuelvan de Brasil cargados de oro y goles.
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