La chapa de Jaume Mir
A los niños de mi generación nos resultaba imposible imaginar el ciclismo sin la figura referencial de este hombre de enorme mostacho
El de las chapas era un juego divertido, apasionante, de los que podían tener entretenidos a cuatro o cinco niños una tarde entera, a veces todo un verano. Recuerdo, además, que cierta marca de refrescos comenzó a decorar con fotos de ciclistas el interior de sus tapones y en poco más de una semana habíamos conseguido Sito y yo acumular las suficientes como para formar un gran pelotón: ventajas de criarse en un bar. Sin embargo, nos seguían faltando dos componentes que impregnaran de mayor realismo aquella maravillosa farsa.
Tuvimos que tirar de rotuladores y dos chapas en blanco para fabricar a los personajes que nos faltaban. En una pintamos una especie de diablo al que colocábamos en la subida más señalada del recorrido, nuestro particular Didi Senft. En la otra, improvisamos una cara más o menos redonda ataviada con una gorra del Teka, unas gafas de sol y un enorme mostacho que esperaba a los ciclistas en la línea de meta: a los niños de mi generación – como a los de tantas otras- nos resultaba imposible imaginar el ciclismo sin la figura referencial de Jaume Mir, fallecido este miércoles a los 90 años.
La suya fue una de esas vidas rocambolescas y plagadas de curvas que suelen dibujar las mejores biografías. Lo narra Iván Vega en su magnífico Secundario de lujo: una vida entre campeones, uno de esos libros que caen en nuestras manos por casualidad y que se quedan para siempre a vivir en algún rincón de la memoria. Nada sabíamos de niños, cuando nos pusimos a retratarlo sin gran maestría, sobre su carrera de actor, sobre su presencia junto a Clint Eastwood en alguna secuencia de El bueno, el feo y el malo, que es otra de nuestras marcas de infancia. Tampoco de sus pinitos como taxista, ni del mote que nació de la combinación de ambos oficios: Taxi Key. Lo único que sabíamos es que Mir tenía que estar presente en nuestros juegos para que la fantasía concordara de la mejor manera posible con una realidad que sentíamos muy lejana, como todas las que nos mostraba la televisión.
Ya mayores, nos lo encontramos una mañana en Pontevedra, saliendo de un céntrico hotel: él recién levantado, nosotros de retirada. Todavía no se había implantado el uso de los teléfonos móviles así que tuvimos que recurrir a la vieja argucia de la ilusión para improvisar un selfie que habríamos guardado toda la vida, de haberse producido. Nos despidió con un abrazo, uno por uno, y yo me sentí como el rey de la montaña que cruza la meta y siente el amparo victorioso de sus brazos. Creo que fue el día en que más me arrepentí de no haber aprendido, nunca, a montar en bicicleta. Hoy solo me arrepiento de haber olvidado contarle, durante aquel breve encuentro, lo de la chapa de Schweppes con su cara dibujada y las tardes de verano en la azotea de Sito. Quizás se hubiese reído, quizás le hubiera hecho ilusión... Quién sabe. Lo único que tengo claro es que Jaume Mir era una de esas personas a las que nos pasamos la vida imaginando. También ahora, que su figura ya no es un icono televisivo a retratar sino un valioso recuerdo que conservar.
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