El divino Cazorla
El asturiano nos recuerda que el gran fútbol se guarda en un depósito que los genes y la práctica han llenado de sabiduría para liberarla cuando llega la inspiración
Oblak y el antídoto. En la cadena defensiva del Atlético, célebre por su consistencia y aspereza, el eslabón más firme es Oblak. Portero sobrio, ágil, más imponente por transmitir seguridad que por sobrarle tamaño. Su sabio sentido espacial tiene dos efectos: hace a la portería más pequeña y a los rivales más atolondrados. No es de los que manejan los pies tan bien como las manos. Oblak es clásico, con piernas fuertes y manos grandes para descolgar balones; con facilidad de burócrata para hacer milagros debajo de los palos y con seriedad de cura para desactivar sensaciones de peligro. Hay que ser fuerte psicológicamente para zafarse de la severidad de Godín y Giménez y terminar enfrentándose a la figura majestuosa de Oblak. O ser Messi y, sin levantar la vista, poner la pelota donde se imagina que hay red y no hay portero, como hizo el último domingo.
Esencia de fútbol. Eriksen en el Tottenham o el resucitado Cazorla en el Villarreal, tienen una insultante facilidad para jugar al fútbol divinamente. La pureza técnica les da una precisión de cirujano y un luminoso criterio les permite simplificar y mejorar cada jugada. A un toque, a dos o después de una conducción con la cabeza levantada… En todos los casos, el balón siempre encontrará un destino mejor del que traía, muchas veces desafiando la lógica. No son ni rápidos ni atléticos ni altos ni fuertes, pero a los que tienen esas características les hacen pasar de largo. Nos recuerdan que el gran fútbol se guarda en un depósito que los genes y la práctica han llenado de sabiduría para liberarla cuando llega la inspiración. Hay que medirlos más por apariciones que por su continuidad, pero ganan partidos. Mejor, los hacen ganar, porque disfrutan más del último pase que del gol. Como los quarterbacks del fútbol americano, ponen los balones como con la mano. Divinamente, no lo olviden, y con los pies.
Los nietos de Cruyff. Es obligatorio hablar del Ajax. Esta generación parece haberse reencarnado en otras generaciones salidas de la casa en la manera desprejuiciada y seductora de jugar. Esa frescura casi irreverente ante rivales que, como el Real Madrid o la Juve, representa el fútbol adulto, nos reconcilia con un juego puro, ingenuo si quieren, pero fascinante hasta en sus imperfecciones. El miércoles se mataron defendiendo la alegría y fueron víctimas de ese goleador en serie que es Ronaldo. Empataron y viajarán a Turín jugando como chicos que asustan a los grandes. No importa si pierden. Deberíamos tener una percepción menos agresiva del éxito, que lo que se haga tenga un propósito y contribuya a mejorar la sociedad. En las escuelas de fútbol, por ejemplo, se enseña a ganar. Mal hecho. Primero hay que enseñar a jugar y después a ganar. En ese orden trabaja el Ajax desde hace cincuenta años.
‘Good Bye’. Recuerdo la peregrinación entusiasta de miles de madridistas hacia el Bernabéu cuando Bale se presentó subido a un precio colosal. Nadie puede dudar de sus virtudes futbolísticas porque son visibles: una carrera incontenible, un salto poderoso, un tiro brutal. Pero el fútbol también está hecho de lo que no se ve: corazón para inyectar pasión, inteligencia para hacer eficaces las condiciones naturales, empatía para no sentirse un cuerpo extraño dentro del equipo… No sé cuantos de aquellos aficionados que fueron a recibirle volverían para defenderlo. Pero después de los últimos silbidos, probablemente a Bale no le entusiasme la idea de volver a pisar el Bernabéu. Como esos ludópatas que se inscriben en un registro para que les impidan entrar en un casino, no quiere vivir otra experiencia desagradable ni tiene posibilidades de recuperar lo perdido. Seis años después, se irá sin llenar las expectativas y sin saber decir adiós.
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