El Atlético y su peculiar vértigo
Uno de los problemas del equipo colchonero es su difícil convivencia con un tipo de juego que parece tabú. Llevado al extremo de la parodia, parece que jugar bien, en el sentido clásico del término, le sienta mal al equipo
Un extraño vértigo recorre al periodismo y a la hinchada cuando el Atlético de Madrid despliega un gran juego y gana, como sucedió contra el Getafe, el equipo que nadie quiere tener enfrente. Su principal especialidad es atornillar al rival y convertir los partidos en una insalvable sucesión de problemas. Llegó al Metropolitano con 16 goles en contra en 20 partidos, un porcentaje excepcionalmente bajo que explica las características de un equipo áspero, astuto y competitivo. Medirse con el Getafe requiere algo más que destreza futbolística. Exige una entereza mental de primer grado.
Menos que la victoria —con Simeone como entrenador, el Atlético nunca ha perdido con el Getafe, ni ha recibido un gol—, destacó el espléndido juego del equipo, entre las ovaciones del público, que en el segundo tiempo disfrutó a lo grande. No le faltaban razones para el entusiasmo. Trasladó su altísima posesión (66%) a una brillante ofensiva, ejecutada con rapidez, precisión y dinamismo: fútbol coral de categoría presidido por las continuas intervenciones de Thomas y Rodri, 99 y 98 pases cada uno, una cifra apenas vista en la época Simeone.
El Atlético fue tan compacto como en sus mejores días defensivos —Oblak ofició de privilegiado espectador— y con más vuelo de lo habitual en el capítulo atacante. El equipo que bordó esa completísima actuación estaba integrado por un porterazo, tres campeones del mundo —Lucas, Griezmann y Lemar—, dos centrales míticos en la historia del club —Godín y Giménez—, dos jóvenes internacionales españoles —Saúl y Rodri—, un airoso internacional colombiano —Arias— y un centrocampista, Thomas, que cada vez incorpora más recursos técnicos a su tremendo despliegue. Junto a ellos, un esforzado delantero: Kalinic.
Aunque en las vísperas del encuentro prevalecieron las informaciones sobre las numerosas lesiones del equipo, nadie podía discutir las enormes posibilidades futbolísticas de esa alineación, en condiciones de competir con las mejores del planeta. El ingreso del joven Mollejo por Kalinic mejoró aún más el juego del Atlético y la felicidad de la hinchada.
Uno de los problemas del Atlético es su difícil convivencia con un tipo de juego que parece tabú. Llevado al extremo de la parodia, parece que jugar bien, en el sentido clásico del término, le sienta mal al equipo. Se recibe con sospecha, con un temor culpable, el del ataque a los pilares fundamentales del modelo instaurado por Simeone, que suele prevenir contra el optimismo de los heterodoxos.
El caso es que la gente no sabe qué pensar. El campazo del Atlético anima a un fútbol de altura, pero el equipo está educado en un modelo que ha producido la mejor década de su historia. Hace dos temporadas, el Atlético comenzó el campeonato con dos empates (Alavés y Leganés) y unas declaraciones sorprendentes de Griezmann: “Si seguimos así, vamos a pelear el descenso”. Se le pasó factura. Seis jornadas después, el equipo encabezaba la Liga, con 21 goles a favor y tres en contra, una diferencia que superaba a la del Real Madrid y Barcelona. Aquel equipo marcó cuatro goles al Celta, cinco al Sporting y siete al Granada en una serie de cinco victorias y el empate con el Barça en el Camp Nou. En medio del fervor general, irrumpió un discurso negativo: el Atlético se equivoca con ese estilo, no figura en el recetario, se aleja del camino. No conviene, en definitiva.
El efecto de aquel debate absurdo alcanzó al equipo. La derrota (0-3) contra el Real Madrid sacó de rueda al Atlético y significó el regreso definitivo a la ortodoxia. Es la extraña dialéctica que pesa sobre un equipo que explora con aprensión su fantástico potencial, hasta el punto de convertir el buen juego en materia sospechosa.
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