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Rehén de los talibanes, libre en El Capitán

El gran escalador norteamericano Tommy Caldwell presenta en un festival de Bilbao una película sobre su experiencia, una vida digna de Hollywood

FOTO: Tommy Caldwell, en el documental 'The Push'. / VÍDEO: Tráiler del documental.Vídeo: Cordon Press

Ciertamente, el escalador Tommy Caldwell necesitaba un amigo cineasta en su vida, porque su existencia es de película. El amigo en cuestión, Peter Mortimer, vive en Colorado, rodeado de montañas y escaladores y conoce bien a estos últimos, no en vano ha invertido 10 años de su vida en filmar a Caldwell: “Un amigo que trabaja en Silicon Valley me contó que a los que solicitan empleo les preguntan por sus aficiones y, si la escalada es una de ellas, tiran su currículo a la basura. Consideran que nunca se comprometerán al 100% con su trabajo porque siempre piensan primero en escalar”. A su lado, Caldwell, que nunca ha tenido un empleo normal, estalla en una carcajada y asegura que puede dar fe.

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Estos días, el estadounidense, uno de los mayores talentos de la escalada, promociona su libro y su película homónimos, The Push, y ha recalado en el Mendi Film Festival de Bilbao para confirmar que, pese a su biografía hollywoodense, es un tipo sencillo.

En 2015, fue portada del New York Times: escaló en libre la vía más difícil del planeta, alojada en la pared de El Capitán, en el valle de Yosemite. Él y su compañero Kevin Jorgeson permanecieron 19 días colgados en la pared, pero lo más asombroso fue el enloquecedor proceso que ambos compartieron. Un divorcio traumático empujó a Caldwell hasta El Capitán, un escenario que dominaba al que regresó buscando su reconstrucción anímica y, de paso, el reto de su vida: una vía que recorriese la parte más lisa de la montaña. Pasó meses colgándose de unas cuerdas buscando un camino escalable y, cuando dio con la solución, empezó su vía crucis. Él y Jorgenson invirtieron siete años en lograr su descabellado propósito.

En realidad, esta fue la segunda vez que toda Norteamérica supo de Caldwell. En 2000, cuatro talibanes le secuestraron en Kirguistán junto a su prometida y dos amigos más. Los cuatro descansaban en hamacas colgadas a 300 metros cuando varios disparos rebotaron en la pared. Conminados a descender, secuestradores y secuestrados iniciaron una delirante huida por las montañas mientras el ejército kirguís les pisaba los talones. Sin comida ni ropa de abrigo, la comitiva avanzaba de noche y se escondía en cuevas y agujeros, a veces respondiendo a las emboscadas. Los talibanes ejecutaron delante de los norteamericanos a un militar capturado y ellos empezaron a hacerse a la idea de lo que les esperaba. Tres de los cuatro talibanes se separaron para encontrar víveres, mientras los rehenes buscaban cómo escapar. Trepando de noche, Caldwell agarró el Kalashnikov de su captor y lo empujó al vacío. Matar para sobrevivir. Sencillo, aunque él no dejó de torturarse. La culpa no le abandonó hasta años después, cuando una investigación desveló que el captor había sobrevivido.

“No sé si somos amigos”

El carácter de Caldwell se forjó a rueda de un padre desbocado. A los cuatro años, los profesores insinuaron a sus progenitores un posible retraso. Eso, y su aspecto endeble, la mirada huidiza tras unas gafas colgadas de unas orejas de soplillo, sirvió para que se convirtiese en un niño retraído. Pero su padre tenía un plan: había que endurecer al chaval. “Era culturista, tenía don de gentes, se hinchaba a esteroides, como todos en esa época, pero también sentía pasión por la escalada y, cuando se rompió el bíceps, se volcó con la montaña”, explica. Sin cumplir los 12 años, Caldwell ya había escalado paredes que escaladores de nivel tardan años.

Su matrimonio con Beth Rodden, la misma con la que vivió su secuestro, fue una réplica de su relación paterna: durante años vivieron como lapas, ligados por el trauma de su secuestro, hasta que ella lo dejó por otro: necesitarle no significaba quererle. Esto último condujo a Caldwell a su loco proyecto en Yosemite.

Cuando mejor preparado estaba, quiso calzar su lavadora con un taco de madera y perdió la mitad de su dedo índice con una sierra mecánica. Le desahuciaron para la escalada, pero regresó más fuerte. Necesitaba un compañero y el que más insistió era más joven que él, más fuerte pero sin experiencia. “Aunque hemos soportado todo tipo de situaciones, no puedo decirte si Kevin Jorgeson y yo somos amigos. Recién divorciado, necesitaba hablar con alguien y en la pared solo estábamos los dos, pero en cuanto dejábamos de hablar de escalada, se hacía el silencio. Le tengo en gran estima, pero no sé qué relación tenemos”, confiesa.

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