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Iker Pou no tiene techo

El escalador de Vitoria crea y escala en libre una de las vías más difíciles del planeta a los 41 años, una edad impensable para regresar a la élite

Iker Pou en Margalef.
Iker Pou en Margalef.J.Canyi (EL PAÍS)

El escalador Iker Pou “tiene un don”, asegura su padre, y lo dice en un tono sereno, como si reconocerlo fuese algo inevitable, la necesidad de expresar en voz alta una obviedad. En el año 2000, con apenas 23 años, Iker se convirtió en el tercer hombre en alcanzar el noveno grado en la escala de dificultad, algo así como si un atleta español bajase de los 9,80 segundos en los 100 metros lisos. Entonces, con la llegada del noveno grado, se destrozó una barrera psicológica para una actividad, la escalada deportiva, que nació en 1975 cuando un escalador alemán genial, Kurt Albert, empezó a pintar un punto rojo al pie de las vías que lograba escalar sin usar otra cosa que sus pies y manos y empleando los seguros y la cuerda solo para protegerse de las caídas. La primera vía dura que completó Albert (encadenar, en el argot de la escalada) tenía un grado de 7a…

A punto de cumplir los 42 años, el alavés Iker Pou parecía aparentemente mayor para figurar en la élite. De hecho, parecía estancado y lejos de sus mejores días de escalador deportivo, porque hace más de una década unió su carrera a la de su hermano Eneko y ambos exploraron los caminos del alpinismo para poder abrazar el profesionalismo. No es que Iker hubiese abandonado la escalada deportiva, incluso había encadenado dos vías de 9a+ (invirtió 10 años en ganar medio grado de dificultad), pero los jóvenes le habían alcanzado y descolgado.

Solo cuatro escaladores en el planeta han sido capaces de alcanzar el máximo grado de dificultad, que ya se ha situado en el 9b+. Dos de ellos, el checo Adam Ondra y el alemán Alex Megos, sobresalen porque, sencillamente, parecen de otra galaxia, especialmente Ondra, que ha llegado a proponer un grado de 9c para su mejor realización. Sin embargo, este miércoles Iker Pou sorprendió con un anuncio cuya interpretación se lee entre líneas: tras seis años de trabajo había escalado un techo perfecto en la escuela catalana de Margalef, un proyecto secreto que le ha llevado hasta un lugar impensable: de nuevo entre la élite mundial.

Pero Iker no quiere pronunciarse sobre el grado de dificultad de su realización: “Es 20 veces más difícil que la vía de 9a+ más dura que haya escalado. No hay ni color. Pero no quiero ser yo quien aventure el grado de dificultad, sino alguien con pedigrí y que sea honesto”, explica. Los que conocen a Iker saben que cada vez que crea una vía y la escala en libre su dureza está asegurada. Es su manera de mantener un compromiso ético con su deporte. Teme demasiado que alguien reste dificultad a sus obras, razón por la que prefiere pecar de modesto. “Podría decir un grado y que luego, con el paso del tiempo, otros lo rebajasen, como pasa a menudo, pero no quiero eso. Creo que hay que ser más serios y rigurosos”, explica.

En escalada no existen árbitros ni instancias que regulen los grados de dificultad: ésta se alcanza por consenso. En el caso presente, sólo cuatro o cinco escaladores en todo el mundo podrían aventurar el grado de la dificultad de la vía completada por Iker. “Me gustaría que un escalador de la talla de Ondra, honesto y fortísimo, probase mi vía y la graduase”, confiesa Iker.

Sus allegados hablan de una dificultad mínima de 9b+, lo que igualaría el máximo grado de dificultad consensuada. Tampoco vería Iker con malos ojos que fuese Alex Megos quien probase su vía: el joven talento alemán es el primer escalador de la historia en escalar a vista (es decir, sin conocer la vía, sin ensayar sus movimientos, sin información previa: una salvajada) una vía de 9a. Megos trató de escalar una vía creada y escalada en libre por Iker en 2012. Su grado, 9 a+. Megos no fue capaz de superar el reto y aseguró que esa vía era “al menos, un 9b”.

El reto psicológico de alcanzar un reto de esta envergadura llegó a “desquiciar” a Iker: “Cuando creé la vía, no era capaz ni de dar un paso. Ni siquiera sabía cómo moverme por semejante techo. Cada día que la probaba, me vaciaba tanto que al día siguiente no era capaz de moverme del sofá. Y cuando me ponía en forma, me marchaba de expedición y al volver estaba flojo o la vía húmeda… ha sido una obsesión que ha durado seis años”, confiesa aliviado.

La ruta, de 25 metros, presenta unos agarres ínfimos que apenas dan cabida a uno, dos, y en el mejor de los casos, tres dedos. Los pies, según Iker, “son resbaladizos y esto obliga a volarlos, quedándote suspendido a ratos de un monodedo y dos falanges de la otra mano. No tiene reposos y exige una resistencia tal que me obligó a revisar incluso mi aproximación a este deporte”, explica.

Las vías de escalada deportiva suelen tener nombre. Iker, anticipándose al sufrimiento que le esperaba, bautizó la suya en euskera con el nombre de Artaburu, cabezota en castellano. El precio para regresar a la élite cuando nadie le esperaba.

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