El segundo sepulcro de Hayden Kennedy
El alpinismo recuerda un año después de su muerte a este norteamericano, un purista de la escalada
Hayden Kennedy, de 27 años, e Inge Perkins, de 23, eran jóvenes, salían juntos, compartían una pasión sin fisuras por el alpinismo y deseaban poca cosa salvo vivir libres y en las montañas. A principios de octubre de 2017 todo lo que fueron se perdió en una fría mañana de cielo azul y nieve inmaculada cuando un alud enterró a ambos esquiadores. Primero, Hayden, semienterrado, pudo zafarse e iniciar la búsqueda de su pareja. Es normal caer en la locura cuando sabes que dispones de unos minutos para salvar la vida del ser que más quieres y no haces otra cosa que tropezar por un caos de nieve amasada buscando una aguja en un pajar. La angustia y la desesperación pudieron con Hayden: de camino a casa se quitó la vida dejando una nota en la que explicaba dónde recuperar el cuerpo de Inge.
Cuando el servicio de rescate adscrito al grupo de las montañas Madison de Montana (EE UU) desenterró su cadáver entendieron por qué Hayden no logró dar con su amiga: el detector de víctimas de avalancha (DVA) que portaba no estaba encendido. Posiblemente olvidaron ejecutar el protocolo habitual que comprueba el alcance y la batería de los DVA, o bien Inge apagó su emisor por error. Quizá fue ese despiste el detonante del suicidio. Reputado como uno de los mejores alpinistas del momento, galardonado dos veces pese a su juventud con el Piolet de Oro (la máxima distinción que se concede en el mundo del alpinismo), Kennedy no era un alpinista al uso: era un purista.
Los puristas son una raza de alpinistas que no buscan un fin obvio como la conquista de montañas o de itinerarios de escalada de roca, mixto o hielo. Les importa mucho más el medio para alcanzar dichos fines, algo que case con lo que ellos consideran integridad y ética: no hacer trampas, no usar artificios para ganar metros a la pared, no engañarse ni engañar, renunciar cuando uno no está a la altura del reto, perseverar, mejorar, regresar… siempre con el minimalismo por bandera y la ligereza como la prueba de que el alpinismo no es ya cuestión de asedios, sino de talento y fuerza mental. Lo llaman el “buen estilo”. Como muchos otros puristas, Kennedy, hijo de un gran alpinista, conocía bien la historia de sus montañas fetiches, una de ellas era el Cerro Torre, en la Patagonia argentina. Y la historia del Torre es la historia del italiano Cesare Maestri, primero héroe, después villano tachado por algunos de mentiroso.
El Cerro Torre permanecía en 1959 como una fortaleza de roca inexpugnable coronada de forma caprichosa por un gigantesco hongo de hielo. Para conquistarla era preciso escalar en roca, y también en hielo, y esto a merced de la inclemente climatología local donde las precipitaciones y el viento enloquecen al más sereno. Pero Maestri vivía obsesionado con la idea de tumbar el cerro Torre: era un gran alpinista y su mentalidad era la de un conquistador sin concesiones a la galería o a las consideraciones éticas que se manejan en la actualidad. Acompañado por su compatriota Cesare Fava y por el austriaco Tony Egger progresaron por la imponente pared este (1.500 metros de desnivel) hasta que Fava sintió que no aportaría nada más a la cordada y abandonó. Cinco días después, Fava dio por muertos a sus compañeros. Casi estuvo en lo cierto. Una avalancha había barrido a Egger de la pared. Maestri sobrevivió y logró descender hasta el glaciar donde Fava lo encontró de forma milagrosa. Maestri afirmó que habían conquistado la montaña, sin pruebas ni más testimonios que el suyo. Intentos posteriores que retomaron aquel itinerario hallaron pruebas de su paso, pruebas que desaparecían misteriosamente una vez alcanzada una repisa en la pared, bien lejos aún de la cima. Pero nadie puede probar que faltase a la verdad y esta posiblemente viajará con él a la tumba.
La presión de la incredulidad generada por su relato le obligó a regresar al Torre en 1971. Esta vez no dejaría margen a la duda y, para asegurarse el éxito, incorporó a su equipo lo nunca visto antes en montañas de este calibre: el equipo llevaba consigo 150 kilos de petróleo, aceite, clavijas, cuerdas y un compresor para hacer funcionar un taladro neumático con el que instalar pitones de expansión en la pared. Ya no se trataba de escalar, sino de subir costase lo que costase. No alcanzaron la cima por apenas 45 metros, pero la pared quedó equipada con 360 pitones, una escalera artificial que acabó derribando la resistencia del Torre. También quedó en la pared el compresor, amarrado como un chicle en una pizarra.
La ruta del compresor fue la más empleada por las cordadas que se afanaron en alcanzar la cima del Torre hasta que ya entrados en el siglo XXI empezaron a alzarse las voces que criticaban con dureza los métodos empleados por Maestri. Se decía que era una vía indigna, una vergüenza, que nunca el fin había justificado tan poco los medios, se decía que alguien debía hacer desaparecer ese homenaje al feísmo, a la conquista por la conquista… Y en estas desembarcaron en la localidad de El Chaltén Hayden Kennedy y Jayson Kruk, dos jovencísimos talentos norteamericanos dispuestos a actuar allí donde otros solo se atrevían a disertar y a agitar las brasas de la discordia. Y lo que lograron fue tan impresionante como arbitrario. Usando apenas unas pocas expansiones de Maestri escalaron las tiradas más complicadas sin apenas recurrir a la escalada artificial, demostraron que se podía escalar en libre y autoprotegerse, así que después de completar la vía se miraron y se dijeron que esta debía desaparecer: a golpe de maza, arrancaron la práctica totalidad de los clavos durante su descenso en rápel. Los que deseasen, de ahí en adelante, escalar el Torre deberían escoger otra ruta o escalar imitando el estilo de los norteamericanos.
El Chaltén recibió muy mal la noticia y afeó con severidad el atrevimiento de Kennedy y Kruk declarándoles personas no gratas. Los corrillos del alpinismo se incendiaron entre defensores y detractores del episodio. Una reunión internacional de alpinistas improvisada en El Chaltén condenó la iniciativa. Existen leyes no escritas que dicen que aquel que abre una vía y es el primero en recorrer una pared decide qué medios y ética emplea para lograr su fin. Y eso no se toca. Y menos si es algo que forma parte (para bien o para mal) de la historia del alpinismo. También se cometieron en el pasado tropelías en el Gran Capitán (Parque Nacional de Yosemite, EE UU), pero Hayden y Kennedy no blandieron su maza justiciera en dichas paredes, recordaban los expertos.
Con todo, los testimonios recogidos en los medios de comunicación especializados de Estados Unidos pintan un perfil de Hayden Kennedy distinto de la impunidad mostrada contra los clavos de Maestri: “honesto”, “humilde”, “respetuoso”, “humano”, “generoso” son calificativos que repiten sus amigos y familiares, uno de esos tipos que todavía miraba a los ojos de sus interlocutores y era capaz de preguntarles qué tal estaban realmente, un joven que odiaba hablar de sí mismo, que miraba con desconfianza las redes sociales y los medios de comunicación pero al que le gustaba comunicar. Un chico sencillo, pero brillante, sin ínfulas. Si Maestri conquistó el Torre porque sí, Kennedy y Kruk destruyeron su legado por idénticos motivos. En algún momento olvidaron que el alpinismo es un asunto sin trascendencia, un juego en su definición más básica. Los suicidios se silencian, dicen que para no generar un efecto de contagio. Pero silenciar la partida de Kennedy es amordazar el recuerdo de un formidable alpinista cuya vida no merece ser sepultada de nuevo.
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