River, semilla del fútbol moderno
Gracias a la aventura madrileña de Di Stéfano, el equipo conocido como ‘La Máquina’ importó a Europa una fórmula de asosiación todavía vigente
River Plate no es solo un gigantesco club social y deportivo. Con su camiseta blanca de la banda roja diagonal se vistió el equipo que se instaló en la memoria genética de los argentinos. La reserva de sabiduría que dictó para siempre el canon de la excelencia balompédica nacional.
Surgió entre las décadas del 30 y el 40, mientras Europa se internaba en la Segunda Guerra Mundial y Buenos Aires prosperaba en el ocaso de la era dorada del tango y los compadritos. Fue bautizado como La Máquina. Igual que las empresas míticas su producción no se midió en victorias ni en títulos sino en epopeyas. Es imposible repasar la historia de la cultura popular rioplatense sin mencionar al River de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, del mismo modo que es inconcebible no reconocer a su primer discípulo, Alfredo di Stéfano, como al profeta que, inmigrante en Madrid, llevó al fútbol europeo de la posguerra a la modernidad futurista de la Copa de Europa.
Renato Cesarini y Carlos Peucelle fueron los padres fundadores. Del primero, hijo de italianos, Di Stéfano recordaba el aire aristocrático y los sombreros de ala ancha que importó de Turín, en donde fue ídolo de la Juventus antes de regresar a Sudamérica. Del segundo, el ademán administrativo. Peucelle era el que recibía a los niños en la cantera, les hacía la prueba y los escogía invitándoles a poner la firma en la licencia.
“A la salida te esperaba el entrenador, era Peucelle”, recuerda Di Stéfano, ‘¿Tenés documento, vos?’, me preguntó. ‘dámelo’. Y así quedabas para toda la vida enganchado. El club mandaba”.
Con Cesarini y Peucelle dirigiendo la mayor eclosión de jugadores que hubo jamás en Buenos Aires, River fue un laboratorio de ideas revolucionarias. Di Stéfano explicó por qué el juego de aquel equipo prefiguró el fútbol más sofisticado que verían las generaciones a lo largo de las décadas que siguieron: “Porque Moreno bajaba, Pedernera bajaba, Loustau bajaba... Bajaban todos menos Labruna que se quedaba un poco más arriba. Cruyff después hizo lo mismo: se tiraba atrás y no sabías si era un once, un siete o un diez. Antes no era así. Cuando llegué al Madrid había que jugar con el ariete en punta. A mí no me gustaba porque a veces no hay jugadores para eso”.
La Máquina fue nada menos que el antecedente del Honved, del Madrid, del Ajax, el Milan y el Barça de Guardiola.
Con los años, Ángel Labruna ejerció de patriarca e hilo conductor de la tradición. El nueve se distinguía, en palabras de Roberto Fontanarrosa, por “un rostro lleno de sorpresas y accidentes geográficos”. Le llamaban Feo. Tras la marcha de Moreno, Pedernera y Di Stéfano, a su lado se desarrolló otra Máquina, el River de Carrizo, Rossi, Vernazza, Walter Gómez, Sívori y Loustau.
Labruna se retiró con 40 años y nueve títulos de Primera División. Regresó al club como entrenador en 1975 y allí consagró su condición de venerable: los hinchas le recuerdan como el guía que restituyó el campeonato local después de 18 años de sequía. El Feo dejó el banquillo pero el club no dejó de crecer. En 1986 conquistó su primera Copa Libertadores.
Alonso, Francescoli, Passarella y Ramón Díaz, Ortega y Pablo Aimar, mantuvieron viva la llama. Algo del viejo invento de Peucelle sigue agitando a este equipo de Marcelo Gallardo que el domingo defiende su prestigio en Madrid.
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