El nueve de España
La selección ha convertido un debate casi estético en un asunto prioritario.
No hay selección en Europa con tantas dificultades para encontrar a su delantero centro como la española, debate constante en el decenio posterior a la victoria en la Europa 2008. La repentina popularidad de Paco Alcácer —elogiado en el Valencia, anecdótico en el Barça, desencadenado en el Borussia Dortmund— se explica por su reciente y explosiva producción de goles, pero difícilmente resolverá el enigma que cuestiona la relación del nueve con el modelo de España.
El delantero centro es una figura que generalmente adquiere más importancia cuando las cosas van mal que en los buenos tiempos. En ocasiones, el éxito oculta situaciones que deberían invitar a la polémica. Giroud no marcó, ni remató entre los palos, en el Mundial de Rusia, pero Francia ganó el Mundial. A nadie importó su sequía. Al revés, se dijo que su abnegado y sombrío trabajo resultó decisivo en el triunfo de Francia. Lo mismo ocurrió hace 20 años, con Guivarch, el irrelevante delantero de la selección francesa que conquistó el Mundial de 1998.
A nadie le importa el Giroud o Guivarch de turno cuando el equipo gana. Sin embargo, se les habría despellejado en la derrota: el nueve es un barómetro andante. La gente quiere seguridades en este juego extremadamente incierto. Al especialista del gol, asociado al delantero centro desde que el fútbol es fútbol, se la atribuye esta enorme responsabilidad. Si factura en el área, se pasarán por alto sus demás pecadillos.
España ha convertido un debate casi estético —cómo integrar a un delantero centro en la refinada selección que ganó dos Eurocopas y un Mundial— en un asunto prioritario. Las decepciones en los dos últimos Mundiales y en la Eurocopa 2016 han merecido análisis de toda clase, pero sobre todo han señalado la ausencia de nueves fiables, de característicos del área y del gol.
El tópico indica que España no ha contado con delanteros de categoría desde Villa, un goleador muy particular en una selección que alteraba por igual los nervios de los defensas rivales como los de sus propios delanteros. Villa se convirtió en el máximo goleador de la selección desplazándose al costado izquierdo. Se distinguía tanto por sus goles como por su astucia para adaptarse a un equipo que durante años ha condenado a los delanteros impacientes. Villa comprendía el estilo del equipo y el equipo entendía perfectamente a Villa. Esa simbiosis no se ha vuelto a producir.
Es falso que España no ha generado delanteros de prestigio mundial. Probablemente ningún país ha enviado más delanteros de primer nivel a las principales Ligas europeas. Fernando Torres (Liverpool, Chelsea y Milán), Diego Costa (Chelsea), Morata (Juventus y Chelsea), Llorente (Juventus y Tottenham, entre otros) y Alcácer (Borussia Dortmund) desmienten la idea de un fútbol sin delanteros competentes.
Aunque todos, excepto el recién ingresado Alcácer, han ganado títulos en el extranjero y algunos se han significado como figuras, su ajuste en la selección rara vez ha cumplido las expectativas, obligados a participar en la árida dialéctica que ha presidido el último decenio de la selección: el desencuentro de nuestros delanteros con el singular modelo español.
Mientras España gobernaba el fútbol mundial, el debate apenas adquirió más ruido que temperatura real. Ahora, con los malos resultados en los tres últimos grandes torneos, los aficionados quieren seguridad, goles, delanteros que dejen de sentirse incómodos en la selección. Algunos —Diego Costa y Morata— no han aprovechado un largo ciclo de cuatro años. Otros, caso de Rodrigo, han ofrecido señales optimistas, pero sin adherirse al perfil típico del ariete, que le sienta como un guante a Alcácer, un futbolista sin apenas relación con el juego y una paciencia que recuerda a la de Villa para hacer caja en el área.
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