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El Tour llega a su día decisivo al ritmo del alegre Alaphilippe

Landa, Nairo y todos los rivales del tándem Sky afilan sus cuchillos y prometen que en el Portet todo pasará

Carlos Arribas
Julian Alaphilippe celebra su victoria en la 16ª etapa del Tour de Francia.
Julian Alaphilippe celebra su victoria en la 16ª etapa del Tour de Francia.PHILIPPE LOPEZ (AFP)

Lo bueno del Tour es que al atardecer se habla siempre del día siguiente, y se sonríe. Bueno, sonríen unos cuantos. Marc Soler, no. Acaba de pasar un día en la escuela pedaleante de los Pirineos, y en el grupo avanzado, en el pelotón de 44 que se va en fuga para mostrar la diferencia entre el Tour que podría ser, el que se suda y emociona en la sucursal, y el Tour que es, el que dormita en el tren del Sky.

El Tour que podría ser --el del ciclismo de de ataques de instinto, contras, recontras, desfondamientos y vuelta a empezar, a bloque, a bloque, Aspet, Menté, Portilhon, caídas, miserias y broncas, y permanentes uno a uno, cada pedalada un desafío-- lo lidera Julien Alaphilippe, que ganó en Luchon comm’il faut, vestido de lunares de rey de la montaña y bien solo, la primera etapa pirenaica como hace una semana lo hizo en la alpina, atacante y sonriente, la perilla mosquetera más descuidada, la cara más chupada, los ojos más saltones, el mismo ímpetu hiperactivo y pedalada ligera.

El Tour que es lo guía Geraint Thomas, un maquinista calculador, relajado y eficiente, de esos que la mayor emoción la viven cuando no pasa nada, ayudado por un equipo dominante e intenso que amordaza y paraliza a Chris Froome, el único que hasta el momento ha mostrado capacidad de estar a su altura; y todos los que siguen dicen siempre que el día siguiente. Y por si alguno se emociona, Thomas, relax, Thomas, relax, lo enfría. “Chris y yo nunca nos atacaremos”, promete Thomas, y promete más modorra, y el tándem manda marcar la marcha al ritmo de su corazón lento a sus ciclistas especializados, altivo Poels, con sus gafas de aviador Bernal.. Y los del día siguiente dicen que no, que ya toca hacer algo en el puerto más duro del Tour en la etapa más corta; y son el Landa que se mueve vivo un poco, y sale de la sombra, en el último kilómetro del Portilhon porque ha oído un ruido y alguien le dice que era Roglic, dos puestos por delante en la general, poco más de un minuto, que no estaba bien; le sigue el Roglic que no, que no estaba mal, y Nairo y Dumoulin y todos los demás, juntitos. Pero el día siguiente…

Unos se juegan la etapa y fabrican el Tour que gusta; otros se juegan el Tour y matan las etapas. Y todos suben y bajan los mismos lugares, el Aspet que mató a Casartelli hace 23 años y sobre el que vuela, horror, Philippe Gilbert, que no se rompe nada, ni la bici; el Menté de Luis Ocaña, donde ya no truena la tormenta; el valle que entra en Arán y en el que Movistar de sus gregarios grandes, Erviti y Bennati, se despereza inútil en el pelotón que es, y no le vale para salvar los cascos amarillos de la clasificación por equipos; el Portilhon del Tarangu, y sus curvas umbrías y húmedas que derriban a Adam Yates, otro de la escuela avanzada, la del ciclismo de Alaphilippe que se quiere salvaje y despreocupado, y siempre a bloque, a bloque, y trepa vertical, con el busto erguido, como Bahamontes, pero sin el baile de hombros del Águila, sin la agilidad del escalador puro, con fuerza. Marchaba por delante de todos Adam Yates, y aunque se levanta, le pasa rápido, sin mirar atrás, sin frenar, Alaphilippe lanzado, y luego el disciplinado Gorka Izagirre, que termina segundo como su hermano Ion un par de veces, pero logra con su esfuerzo la recompensa de llevar el día siguiente el casco amarillo en la cabeza, y con el de Ion, también fugado, y el de Pozzovivo, al que vieron subir agarrado la Croix de Fer y ha resucitado en los Pirineos, y todo el Bahréin.

Soler, el debutante que con los ojos bien abiertos devora el Tour que tanto le enseña, no quiere hablar del día siguiente, sino del día pasado, de cómo en la escuela avanzada se aprende mucho más que en el pelotón de los buenos, el de subir con agua, el de bajar a ayudar a orinar al jefe, el de tirar del carro un rato por cualquier cuestión táctica. En la escuela avanzada, aunque un pinganillo-ombligo le ligue siempre al vozarrón de su director en fugas, Txente García Acosta, hay más momentos en los que tiene que tomar sus propias decisiones, coger una rueda u otra, analizar la fuerza y el estilo de los que le acompañan para desentrañar sus intenciones, y, sobre todo, aprender a no hacer esfuerzos inútiles, a no gastar más de lo necesario, y no ponerse nervioso cuando la intervención policiaca contra una manifestación detiene un cuarto de hora la etapa. Mientras, haciendo rodillo relajante tras las más de cinco horas de etapa, repasa mentalmente el día, el joven catalán oye a su alrededor hablar a todo el mundo del Portet, el Portet, el Portet, la prolongación de Saint Lary Soulan… “No, no lo conozco”, dice. “Y no quiero conocerlo antes de empezar a subirlo. De hecho, ni he abierto esa página en el libro de ruta”. Pero Landa, en el rodillo de al lado, le fastidia. “Yo sí lo conozco”, le dice. “Es largo pero duro, y más alto que el Tourmalet”. Y Soler no lo aguanta más. Se levanta y se va al autobús, ya torturado por el día siguiente. Al abrir la puerta, un rugido desde su interior estremece el ambiente. Es Nairo, que dice que el día siguiente va a ser un león, y ensaya.

Landa sigue en el rodillo, sonriente, el día siguiente será su día, y el Tour que podría ser alcanzará por fin al Tour que es.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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