España, el futuro es el pasado
En la Roja debiera prevalecer el testamento de la última década. En Rusia 2018 ha fallado la música, no la letra
Falta Mundial y desde hace días ya son tres los últimos campeones que están en casa, tan chamuscados como Messi y Cristiano. A la atrincherada Italia ya no hay quien la defienda porque no obtuvo siquiera el visado para Rusia. En la cainita e invertebrada España abundan los chacales de todo pelaje. La imponente Alemania, patidifusa, no es capaz de explicarse a partir de Corea. En el diván argentino pesa más la cabeza de Maradona que los pies de Leo. Y Portugal, la campeona de Europa, se despertó en Rusia con un triplete de CR pero no dio con algún Eder del montón que hiciera de Eder. Hay veces que un Mundial, tan exigente con cada mínimo detalle, no reconoce ni a su padre. Como los bachilleres en selectividad, se trata de estar a punto en un mes determinado, en un día determinado, en un partido determinado, en unos minutos determinados. Ninguna de esas determinaciones tuvo la Roja.
Nadie lo advirtió antes que un futbolero —no todos los futbolistas lo son, para nada— como Iago Aspas. Tras el peñazo de amistoso con Túnez, el delantero se sinceró: "Antes de llegar a Rusia las sensaciones eran mejores". Al celtiña, llegado de puntillas a cola del pelotón, nadie le hizo caso. No se reparó en que en un Mundial no hay pasado que valga, lo mismo da que un equipo lleve dos años invicto. Es ahora, ya, hoy.
Ensimismado con su ciclo ganador, incluso, el entonces seleccionador, Julen Lopetegui, rectificó a Aspas con aire recriminatorio. Sí, el mismo entrenador que horas después creyó que podía ser lo que ni José Mourinho consiguió, cuando en septiembre de 2010 soñó con la posibilidad de ser seleccionador luso y al mismo tiempo gobernar al Real Madrid. Y todo a hurtadillas de quien lo había renovado hacía un mes. Luis Rubiales, víctima de tan insólita injerencia madridista con la complicidad de Lopetegui, obró en consecuencia. El presidente no podía pasar por un pelele. No por su dignidad, sino por la del fútbol español al que representa.
Sin Lopetegui por el medio, Fernando Hierro maniobró con toda su buena voluntad, pero no tuvo otro remedio que operar como el gran futbolista que fue, no como un técnico experto y cualificado, lo que aún no ha sido. Hierro, como no podía ser de otra manera, ha ejercido de alineador y motivador, no como entrenador. Ese papel, aunque no de forma presencial, le ha correspondido a Lopetegui, desde el envite con Portugal hasta el órdago con Rusia. Fue el vasco quien alistó a los 23, seleccionó la sede de la concentración, planificó la estancia y dejó por escrito la metodología de entrenamiento, táctica y física. Sobre la marcha, a dos días de debutar en un Campeonato del Mundo, apenas se puede alterar algún renglón de ese libreto.
Aturdida por el sainete con Lopetegui, España arrancó el torneo con deslices inopinados de Nacho, De Gea, Iniesta, Ramos, Piqué... La Roja llegó a la ruleta de los penaltis tras haber ido de pifia en pifia, a tirones, con Costa al rebote y la conmovedora pero confusa bandera de Isco. Imposible disimular que, tarde o temprano, fuera contra Irán, Marruecos o Rusia, el fútbol se lo haría pagar. Con un técnico ya en Valdebebas, silenciada la voz del avispado novato Iago Aspas y una cadena de errores individuales, a la Roja solo le quedaba apelar al frac de tiempos no tan remotos. Equivocó la talla y le vino muy grande.
Los excesos son contraproducentes. Y el empacho de España con los pases fue tal, que de los 1.174 dados ante Rusia no hubo uno que mereciera ser rebobinado. Esta España de requetetoques más que de toques ha chirriado tanto como la música militar. Ha sido la propia selección la que ha pervertido el ideario que la entronizó, para regocijo de los que llevan años con la guadaña afilada. Aquellos del colmillo contra el mestizaje que simbolizaban Iker Casillas y Xavi. Curioso, al catalán nunca se le tachó de traidor desde su tierra, lo que sí sucedió con el madrileño. Así que mejor una vuelta a las malditas dos Españas, reflejadas en el supuesto distanciamiento entre Ramos y Piqué, rancios y retorcidos clichés de la españolía y el secesionismo. Pura miopía. Solo dos futbolistas unidos para defender su categoría como jugadores y, al tiempo, el prestigio del fútbol español. Con ellos, gana o pierde la selección, no un tipo de país o de club de fútbol.
Con las balas a punto, los ventajistas lectores de resultados se apresuran ahora a apedrear el estilo, van contra la yugular del único rasgo diferenciador que hizo de España un equipo tan ganador como admirable. Nunca hubo mejor ópera futbolística española y difícilmente la habrá. Otra cosa es que haya que saber interpretarla para no dar el cante. Y esta Roja no ha sabido hacerlo.
Cuando suena el tic-tac-tic-tac, la partitura del toque sirve para distraer cuando conviene, para buscar cuando es necesario y hasta para confundir si es preciso. Sin esos objetivos se queda en un fútbol de monaguillos, blandengue y tostón. En Rusia a España se le ha ido el paso. Así que convendría repasar con urgencia los deberes y convalidar de nuevo las raíces. Sin Xavi, Alonso, Iniesta y ya poco de Silva, es muy probable que la Roja deba afrontar una transición hasta dar con un nuevo coro capaz de sacar brillo a la letra. ¿Hay otro fútbol posible por estos lugares? ¿Hay granero para pasar de la música clásica al heavy-metal? No a la vista.
El glorioso Madrid de ahora es imposible de esponjar. ¿Cómo hacerlo con su credo de soy el Madrid, estúpido, y gano, gano y gano? La Roja, que se sepa, nunca venció porque sí, por muy furiosa que estuviese. Mejor que a España no se le olvide nunca poner cara de Iniesta. Tampoco el Brasil del 82 —con los inolvidables Junior, Falcao, Cerezo, Zico y Sócrates— hizo cumbre tras doce años de sequía desde Pelé y Jairzinho en el 70. Tuvo que esperar otra media docena de años hasta descorchar un nuevo título en 1994. Por el camino, se desnaturalizó con todo tipo de berrinches (a la española de ahora) y fatuas discusiones sobre los cuadrados mágicos, los trivotes y otras gaitas semejantes. Hasta que dio con los Romario, Rivaldo, Ronaldo, Ronaldinho... O sea, sus Iniestas de toda la vida. Brasil volvió a la cima cuando más o menos fue Brasil, no cuando quiso ser Italia o Alemania. Que la España de la última década, lo más brasileño que ha habido por Europa, tome nota.
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