El clásico de la vergüenza
La suma de talentos diseminados por el campo y el rango de batalla histórica que alcanzó el partido no resultaron suficientes para restar protagonismo a un árbitro canario
Se palpaba en el ambiente que el clásico del pasado domingo podía convertirse en una oda magnífica a la vergüenza ajena, un buen anticipo para lo que todavía está por venir con una nueva edición del Festival de Eurovisión en el horizonte. No se habló durante la previa más que de afrentas pasadas, en especial de las referidas a pasillos invisibles y otros desplantes al campeón, lo que en clave euro fan equivaldría a la clásica pataleta de “los países del este se votan entre ellos”. Así pues, no es de extrañar que el magnífico espectáculo deportivo ofrecido por ambos equipos haya quedado reducido, días después, al terreno fangoso de la anécdota, el contubernio y la propaganda.
En lo estrictamente deportivo, el Madrid se encargó de dejar en evidencia al ideólogo del mosaico que cubrió de color y falsas esperanzas las gradas del Camp Nou. La pelota, esa piedra filosofal sobre la que sigue girando el relato blaugrana, le duró al Barça lo que tardaron en desaparecer las cartulinas y presentarse Modric con sus patitas de alambre, su brújula y su periscopio. Ver al croata gobernando el partido en nuestra propia casa me recordó al día en que mi primera novia celebró su banquete de bodas en el restaurante de mis padres, vestida de blanco e invocando con su indiferencia lo que pudo haber sido y no fue. Por suerte apareció Messi antes del corte de la tarta y la desazón inicial se diluyó en un mar de carantoñas y promesas cumplidas: él siempre está ahí.
Sin embargo, la suma de talentos diseminados por el campo y el rango de batalla histórica que alcanzó el partido no resultaron suficientes para restar protagonismo a un árbitro canario que, consciente o no, repartió coartadas por igual e hizo suya una de las grandes máximas del comercio: el cliente siempre tiene la razón. Sentirse perjudicado por los arbitrajes forma parte del ADN culé desde tiempos inmemoriales, una actitud que ahora parece replicar el madridismo, al menos desde que Jose Mourinho plantó la semilla del guisante enano en la huerta del Bernabéu. Desde el pasado domingo, Hernández forma parte de un pergamino mágico que se transferirá de padres a hijos y en el que figuran otros apellidos ilustres como Bussacca, Stark, De Bleeckere e incluso Montoro, al que muchos no perdonarán que se haya puesto serio con las obligaciones tributarias en el momento menos indicado.
En el bando contrario, para no ser menos, asistimos al regreso triunfal de los Boixos Nois que portaron una imagen de Josep Lluís Núñez en procesión, camino del estadio. También comprobamos estupefactos cómo se desplegaba una enorme pancarta en la que se reclamaba libertad para Sandro Rosell, una versión menos poética y más alarmante del “Sito Miñanco, preso político” que en su día popularizó la banda gallega de Os Papaqueixos. Si a esto le sumamos la imagen de un club haciéndose pasillo a sí mismo o el cambio de Paulinho por Iniesta –la quinta esencia de la degradación- convendrán conmigo en que resultó un clásico lleno de vergüenzas, tanto propias como ajenas. Superarlo se presenta como un reto de envergadura pero no por ello perdemos la esperanza: todavía es jueves y el sábado, si nada lo remedia, llega el turno de Amaia y Alfred.
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