Messi lee la hierba
Hace mucho que los partidos del 10 no se juegan en el día señalado sino en otra dimensión en la que solo están él, las briznas del pasto y un camino que descubrir
Hay una imagen de Messi que se repite en todos los partidos, una especie de ritual que suele pasar desapercibido de tan evidente y repetitivo. No me refiero a esa costumbre de levantar mirada e índices al cielo para dedicar el gol a su abuela Celia, pues hay días en los que no consigue marcar o, simplemente, no le apetece (uno lo ha visto obrar tanto milagro que ya no se atreve a conceder ni el mínimo mérito a los rivales cuando regresa al vestuario sin otra muesca en la culata). Lo que me llama la atención es ese instante en que las cámaras lo descubren mirando al suelo fijamente, a menudo con el ceño fruncido y mesándose la barba como un autómata, tan absorto en su pequeño palmo de terreno que parece haberse teletransportado lejos, a otro mundo.
Messi lee en la hierba, no se me ocurre otra explicación. Hace mucho tiempo que sus partidos dejaron de jugarse en el día y a la hora señalada para trasladarse a otra dimensión en la que solo están él, las briznas del pasto y un camino que descubrir y recorrer si le apetece. Todo sucede ante nuestros ojos en unos pocos segundos pero bien podrían ser minutos, horas y hasta días enteros dentro de su cabeza, como esos superhéroes que perciben su entorno a cámara lenta y son capaces de esquivar balas, desactivar bombas y dejar una buena propina al camarero mientras su archienemigo apenas ha tenido tiempo de pestañear.
No son pocas las conclusiones que uno puede extraer de una lectura reposada del terreno. Lo saben bien los grandes jugadores de la historia del golf que desentrañan la longitud de las hebras, la dirección de crecimiento del pelo y hasta el tipo de hierba sembrada para intuir, con precisión matemática, cómo se comportará la bola de camino al hoyo. Eso mismo parece hacer Lionel en su breve paréntesis de cada partido: descubrir dónde pisar, decidir hacía dónde quebrar, intuir sobre qué tepe se derrumbarán sus rivales con cierta comodidad y encontrar el punto exacto, ese palmo amigo de forraje que despedirá el balón con la fuerza y dirección exactas para dejar al portero con ganas de morirse o de aplaudir; en ambos gestos hay mucho de grandeza y poco que reprochar.
Existe otra posibilidad pero, intuyo, resultará menos poética y más preocupante para todos aquellos aficionados que depositan gran parte de sus esperanzas en las futuras victorias de su equipo. Se resume en que Messi levanta la cabeza, reconoce las caras que lo rodean y decide que no encontrará mejor socio que un césped bien cuidado. La hierba es su amiga y siempre ha estado ahí, como lo están Piqué, Busquets e Iniesta desde el principio de sus tiempos. A otros como Rakitic, Gomes, Paulinho, Vidal, Alcácer o Digne es mejor inventárselos que descubrirlos y por eso se sumerge Messi tan a menudo en los renglones verdes del campo. Leer es un atajo seguro para sentirse vivo y, por qué no decirlo, bien acompañado. Por eso asusta y esperanza por igual este equipo a sus posibles rivales en los cuartos de final: porque es Messi, sin más.
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