Las medallas de invierno: de los Fernández Ochoa a Hernández (y olvidando a Muehlegg)
El bronce de Regino Hernández llega 26 años después del de Blanca Fernández Ochoa y cuando se cumplen 16 del dopaje del alemán nacionalizado


Vivía Hirohito, dios del sol naciente, su imperio, que inauguró los Juegos con sus gafas de sol redonditas y un imperial gorro de piel hasta las orejas a juego con el cuello de visón de su abrigo de paño, y Paquito desfiló bajo su mirada superior con sombrero cordobés, capa española (la misma con la que se abrigó en el podio al aire libre) y ondeando feliz la bandera con el aguilucho que seguían fieles el resto del equipo español: Aurelio García, otro esquiador, una esquiadora, Conchita Puig, que hizo el descenso, y cuatro dirigentes. Eran los Juegos de Sapporo 72, cuando los esquís metálicos aún sonaban a novedad, la época medieval del deporte y del movimiento olímpico comandado aún por Avery Brundage y su mito del espíritu amateur y aristocrático.
Como la de bronce de Regino Hernández y su máscara metálica volando sin capa sobre una tabla, signo de que la nieve y los Juegos han saltado en pocas décadas de la Edad Media a la era galáctica global y sus guerras, la medalla de oro de Paquito Fernández Ochoa le cayó inesperada y de madrugada, desde el extremo oriente, al raquítico deporte español. Cruzando de culo la meta, Paquito, un niño de 21 años, pero ya veterano olímpico (participó, a los 17, en Grenoble 68), les dio a los españoles que vieron la repetición de sus regates a las estacas del eslalon en el telediario un motivo de orgullo, un estado de un ánimo alegre que, en cuestiones deportivas, solo el Real Madrid era suministrador por entonces. Por una vez, en la nieve, Italia, sus primos Thoeni, Gustavo y Roland, quedaba detrás: Navacerrada, las pistas que sobrevuelan Cercedilla, el pueblo madrileño en el que el padre de los Fernández Ochoa estableció su escuela de esquí, le derrotó al Stelvio, el gigante dolomítico, donde a los Thoeni les salieron los dientes. El mito Paquito nació robusto y se mantuvo intacto hasta su muerte temprana, en 2006.
Veinte años después, Blanca Fernández Ochoa, la hermana pequeña de Paquito (13 años más joven) y nacida también en Carabanchel, dio barniz de saga a su familia, ganando la medalla de bronce en el eslalon de los Juegos de Albertville 92. En España, entonces, vísperas de los Juegos de Barcelona, y en pleno desarrollo de los Tours de Miguel Indurain, el deporte comenzaba a vivir su primavera de modernidad. El orgullo que provocó en la gente el éxito de Blanca Fernández Ochoa, el primero de una mujer, además, se sumó a la ola de euforia generada en ella por la emoción de sentirse, por fin, europeos y modernos. La postmodernidad, 10 años más tarde, tuvo el sabor acre de una mala resaca y la visión del bigote de José María Aznar en todo su esplendor.
Hasta que Regino Hernández, criado entre las playas de Mijas y Fuengirola y las laderas heladas de Sierra Nevada, tan cercanas, no se sumó a ellos 26 años más tarde, solo los apellidos Fernández Ochoa eran sinónimo de medalla olímpica de invierno. Solo ellos se mantenían en el palmarés, pero el himno español sonó tres veces más para señalar el éxito de la bandera y del esquiador que la lucía. No ha habido nunca un momento histórico que la memoria del deporte español haya querido borrar con más fuerza que el de los triunfos de Johann Muehlegg en el circuito de Soldier Hollow, en Salt Lake City 2002. El postmodernismo fue eso, enriquecimiento rápido y fácil de la mano del capitalismo financiero y la compra de medallas mediante la nacionalización rápida de deportistas punteros. Muehlegg pasó en horas, y a través de la ingurgitación de varias dosis de EPO de larga duración, de ser Juanito, héroe de todos los españoles, y hacerse fotos sonriente con Aznar feliz, a ser un apestado del que nadie quiso saber nada. Ni de su recuerdo. Entre el 9 y el 23 de febrero de 2002, el imbatible esquiador alemán nacionalizado español (el Indurain de la nieve, llegó a ser apodado) ganó tres medallas de oro en esquí de fondo, pero tras la consecución de la última, la de los 50 kilómetros, dio positivo. La ignominia Muehlegg duró nada. La gloria de los Fernández y los Hernández durará para siempre.
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