Uruguay-Argentina: muertos y treguas del superclásico más antiguo de América
Ambos países protagonizan desde 1902 el clásico de selecciones más disputado en el mundo, un duelo que incluye finales de Mundiales y asesinatos de hinchas
La noticia no salió en diarios ni portales. El 16 de agosto pasado, 13 días antes del partido esencial que Uruguay y Argentina jugarán este jueves en el estadio Centenario de Montevideo por las Eliminatorias para el Mundial de Rusia 2018, murió Harry Harley, un hombre de 91 años cuya biografía futbolera se limitaba a la condición de espectador, pero no la de un espectador cualquiera: 87 años atrás vio, desde el cemento fresco de un Centenario recién estrenado, la final del primer Mundial, el de Uruguay 1930, cuando la selección de su país venció 4-2 a Argentina. Ya en 2014, a sus 90 años, había fallecido el también uruguayo Raúl Barbero, otro testigo directo de aquel Mundial. Harley y Barbero posiblemente hayan sido los últimos espectadores vivos que presenciaron la edición más famosa de las 187 que lleva el clásico más antiguo del continente y el partido entre selecciones más jugado del mundo. El fútbol de América le debe un monumento al duelo del Río de la Plata, calificado por el escritor argentino Juan Sasturain como “la final de barrio más grande del mundo”, una rivalidad alimentada a base de finales, violencia y clásicos cruciales.
Los antecesores de Lionel Messi y Luis Suárez se admiran y se recelan desde el 20 de julio de 1902, dos años antes de que fuera fundada la FIFA. Todavía el fútbol era amateur pero una multitud pareció entender que algo grande se estaba gestando: la piedra fundacional del clásico se jugó en Montevideo y los jugadores argentinos fueron acompañados por mil hinchas en su cruce del Río de la Plata a bordo del buque Eolo. “El primer match internacional de football del continente sudamericano es un acontecimiento sportivo que merece señalarse”, escribió el desaparecido El Diario, en una época en que la prensa gráfica acaparaba toda la atención: todavía no habías radios (ni, por supuesto, televisión). Se puso en juego la Copa de Campeonato del Río de la Plata pero el estadio del club Albion, en 19 de abril y Adolfo Berro (un barrio montevideano actualmente llamado El Prado), tenía sus particularidades. Según reconstruyó el historiador Oscar Barnade, el capitán argentino, Juan Anderson, ganó el sorteo y eligió jugar el primer tiempo contra la cuesta: la cancha tenía un importante desnivel. El partido se demoró cinco minutos para que los equipos formaran delante de lo que era una novedad: un fotógrafo en el campo de juego. Finalmente Argentina, que vistió de celeste, goleó 6-0 a Uruguay, que jugó de azul.
Argentina-Uruguay es "la final de barrio más grande del mundo", dice el escritor argentino Juan Sasturain.
Desde entonces los partidos se replicaron como un eco: a medida que el fútbol se convertía en un fenómeno popular (y con un Brasil que todavía no aceptaba jugadores negros y estaba lejos del gran nivel), Argentina y Uruguay se enfrentaron 103 veces entre 1902 y 1930. Algunos clásicos fueron anecdóticos, como el de 1908, cuando Argentina vistió por primera vez la camiseta de rayas verticales blancas y celestes que utiliza desde entonces. Otros, un preámbulo de la tragedia: para la final de la primera Copa América, jugada en 1916 en Buenos Aires, el entusiasmo del público fue tan grande que desbordó el estadio de GEBA e invadió la cancha. El partido debió ser postergado y los hinchas, enojados, incendiaron las tribunas de madera. Pero las excelentes relaciones iniciales (con agasajos en los comités de recepción y lunchs para los jugadores en los entretiempos de los partidos) dejaron lugar a las primeras rencillas y la Asociación Argentina de Football rompió relaciones en 1917 con su par uruguaya después de que tres jugadores fueran agredidos en un partido jugado en Montevideo.
Con el fútbol europeo recién gateando, y todavía suturando por la Primera Guerra Mundial, argentinos y uruguayos se creían los mejores del mundo. Y tal vez lo eran. Los Mundiales no habían sido inventados y los Juegos Olímpicos constituían el único torneo global. Uruguay se consagró campeón en París 1924 (Argentina no concurrió) y al volver a presentarse en Buenos Aires despertó tanto interés que dos periodistas, Atilio Casime y HoracioMartínez Seeber, se subieron a una tarima en el vestuario y por primera vez en Argentina un partido fue relatado por radio.
Aquel clásico comenzó el 28 de septiembre pero había tanto público (incluso 10 mil hinchas quedaron en la calle) que las invasiones al campo de juego eran constantes. Como además volaban piedras y botellas, los futbolistas estaban aterrorizados y sólo pudieron completarse cuatro minutos. Cuando se reanudó, el 2 de octubre, el duelo dejó otras tres huellas que continúan vivas 93 años después: tal como habían hecho en París después de la final, los uruguayos caminaron alrededor del campo de juego para saludar al público argentino (esta vez, antes del partido), un festejo que pasó a ser conocido como “la vuelta olímpica”; para evitar nuevos desbordes se utilizó por primera vez un alambrado que separara a las tribunas del campo, que también fue denominado durante muchos años “alambrado olímpico”; y el argentino Cesáreo Onzari convirtió un gol directo desde una esquina que entonces fue llamado como “el gol a los olímpicos” y que después se redujo al “gol olímpico”, un nombre que perdura hasta hoy. Aquel partido trascendió de tal manera que la camiseta que Onzari utilizó ese día fue comprada hace pocos años por un coleccionista argentino, Hernán Giralt. La reliquia está guardada, hoy, en un lugar secreto de Buenos Aires.
En la efervescencia de la rivalidad, al mes siguiente, el 2 de noviembre de 1924, un clásico jugado en Montevideo volvió a convertirse en un mojón, aunque en este caso de una triste historia argentina: asesinar por fútbol. El partido se había jugado por la tarde (y terminado 0 a 0) pero ya por la noche, en la Ciudad Vieja, los fanáticos argentinos que habían acompañado a los jugadores comenzaron a cantar durante la cena “¿Dónde está el team olímpico?”. Algunos uruguayos que pasaban por el lugar reaccionaron con gritos de la época (“Vayan a tomar agua salada a Buenos Aires” o “Pedro Petrone es el mejor del mundo”, en referencia al crack de la época) y lo que hoy parece un juego de niños terminó en tragedia: estalló una pelea, de la que también participaron algunos futbolistas visitantes, que terminó cuando un hincha argentino desenfundó un arma y de un disparo mató a un uruguayo, Pedro Demby.
En esa versión rioplatense de quienes se aman también se odian, y viceversa, en los Juegos Olímpicos siguientes, los de Ámsterdam 1928 (en los que sí participaron los argentinos), el capitán uruguayo, José Nasazzi, priorizó al Río de la Plata: “Queremos llegar a la final con nuestros hermanos argentinos para mostrarles a los europeos que en América se juega un fútbol inteligente y habilidoso”. Ganaron los uruguayos 2 a 1, un partido protestado por los argentinos por un supuesto off side en la jugada del gol definitorio, aunque nada significativo en relación a los problemas que surgirían antes, durante y después de la final del primer Mundial, dos años más tarde, el 30 de julio de 1930, en Montevideo.
La tensión era tan grande que el árbitro, el belga John Langenus, habría pedido un seguro de vida a cambio de dirigir. Antes de la final hubo dos sorteos: uno para elegir el lado del campo de juego y el otro para elegir con qué pelota se jugaría (cada selección quería utilizar una diferente). Treinta mil argentinos intentaron viajar a Montevideo pero no todos pudieron llegar: fue una madrugada con niebla y muchos barcos no atravesaron el Río de la Plata. Para la selección argentina ese partido fue una pesadilla, incluso a pesar de haber ganado 2-1 la primera parte: en el entretiempo, una de sus figuras, Luis Monti, no quería volver a la cancha. Lo habían amenazado en la semana, se justificaba. Al final salió a jugar, pero fue un holograma y Uruguay ganó 4 a 2. "Nos ganaron por ser más guapos y más vivos”, diría, ya en 2000, Francisco Varallo, el último jugador en morir de aquella final.
“No hay que jugar más contra los uruguayos”, reaccionaron algunos diarios argentinos de la época. Cientos de hinchas se movilizaron a la embajada uruguaya en Buenos Aires y la policía disparó al aire para dispersarlos. Las relaciones futbolistas entre los dos países quedaron tan heridas que el clásico no se volvió a jugar durante dos años y medio. Incluso en la Copa América de 1935, en Perú, cuando uruguayos y argentinos volvieron a llegar a la final, los organizadores prohibieron que jugaran con sus colores habituales: Uruguay, que vistió camiseta roja, derrotó 3-2 a los argentinos, que usaron una blanca.
Los uruguayos ganaron los duelos más importantes pero los argentinos les llevan 31 triunfos de diferencia. Parte de aquella deuda en los Mundiales la saldaron en los octavos de final de México 86, cuando la “albiceleste” ganó 1 a 0 en lo que Diego Maradona calificó como el mejor partido de su carrera (incluso por encima de su actuación siguiente en ese Mundial, el histórico triunfo ante Inglaterra).
Con el cambio de siglo, y en tiempos en que muchas estrellas de ambos países son compañeros en clubes europeos, en noviembre de 2001 Uruguay y Argentina empataron 1-1 en Montevideo por la última fecha de las Eliminatorias para el Mundial 2002, en un resultado que según el uruguayo Juan Ramón Carrasco, ex futbolista y actual entrenador, estuvo acordado. “Si no arreglaban ese empate con la Argentina, Uruguay se quedaba sin ir al Mundial por tercera vez consecutiva. Acá (en Uruguay) todo el mundo lo sabe, que arreglaron para empatar porque Argentina ya estaba clasificada", dijo Carrasco en 2004, una denuncia que, aunque nunca se confirmó, sintetiza el espíritu dual del clásico más viejo de América: uruguayos y argentinos se ladran y se abrazan, se admiran y se recelan desde el comienzo de los tiempos.
No por nada la frase más famosa de Diego Simeone como futbolista de la selección argentina, “vamos a ir a jugar con el cuchillo entre los dientes”, fue pronunciada por el actual técnico del Atlético de Madrid en enero de 1997, en la previa de un duelo rioplatense en el Centenario por las Eliminatorias a Francia 98. En el monumento que se merecen los Uruguay-Argentina, es una máxima que, tallada en mármol, le sentaría muy bien.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.