El Alexei Lutsenko gana la quinta etapa de la Vuelta a España, Froome no perdona
Jornada de media montaña con cinco puertos y final en alto
Olía a mar en Alcossebre, es decir, olía a sal, que es sinónimo de camiseta de turista pegada a la piel. Y olía a aceite de olivos milenarios prensado en frío, olivos que inspiraron a Icíar Bollaín en su última película. Olivos tricomunitarios que se extienden desde Aragón a Tarragona y a Castellón, olivos que se resignan a morir, a cerrar la tradición de un portazo. Oliendo a mar, a sal, a sudor pegado al maillot (esa siempre está, sea el Mediterráneo o los valles pasiegos), los 17 escapados desde casi la salida se resignaban a morir como olivos devorados por la especulación del pelotón, que tanto especuló que perdió la hacienda, aunque la había abandonado desde la salida.
Porque había dos carreras, que es la segunda versión de las fugas consentida. A unas, el pelotón las trata con suficiencia, a modo de gota malaya hasta que el verdugo decide que ya es hora de irse a casa. A otras, las autoriza haciendo como que no ve el aparcamiento indebido. Para lo primero, media el sprint (hay tan pocos, que no existen los regalos); para lo segundo, impera el respeto. Y respeto había por los cinco puertos que fustigaban la carrera y sobre todo el final en alto en la Ermita de Santa Lucía, que se ve desde la playa, imponente, sobre un pico, allí lejana, menos imponente en la carretera con pendiente media del 10% y un par de curvas al 20%.
La carrera, por delante, era el fruto del desacuerdo, lo que garantiza siempre una conversación tan interesante como imprevisible. 17 ciclistas eran demasiados como para ponerse de acuerdo en algo y, como ocurre siempre en los desacuerdos, comenzaron a hablar alto, más alto, más alto. Y se iba uno y otro y, luego otro, hasta que el ovillo se convirtió en hilo de seda y cada cual cosió a su manera, unos con aguja fina y fuerte como el kazajo Lutsenko (Astana) que al comenzar el último puerto desenganchó al austriaco Haller y se fue hacia la meta como si le metieran prisa para coger el ramo de flores. Por detrás, el eritreo Kudus sufrió la indecible para ser segundo.
La otra carrera venía por detrás, entregadas las llaves de la etapa a los presos fugados de la prisión. Y el comandante era Froome, empeñado en exprimir a sus rivales, seleccionarlos, sin mirarles a la cara (solo mira el pulsómetro, su devoto artefacto) y cuando la carretera elevó la pendiente en los dos últimos kilómetros, arrancó para abrillantar los galones. Hubo bajas: Bardet se dejó (respecto a Froome) 49 segundos, Nibali 26, De la Cruz 21, Aru y Adam Yates 11. Solo con un ataque, continuado después por Contador que lideró el grupito de Froome junto a Chaves y Woods. Ellos eran, esta vez, los elegidos. Y el colombiano Chaves pegadito a Froome, respondón con su voz melodiosa y su pedaleo suave, agrandando su categoría de aspirante, de combatiente contra el imperio del británico, siguiendo sus huellas en espera del día necesario para asaltar su fortaleza (la contrarreloj de Logroño amedrenta a cualquiera).
Olía a mar y Lutsenko se lo bebió a sorbos. Olía a sal y a algunos se les seco la boca. Y olía a aceite y Froome engrasó las ruedas una vez más para que patinasen sus rivales: hoy unos, mañana otros. Lutsenko hizo ciclismo fusión, de mar y montaña. Pero el maître es el británico que ejerce con puño de hierro y guante de seda a la mínima que la cuesta se empina.
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