Muere Colin Meads, el tipo más duro que ha conocido el rugby
El venerado granjero neozelandés, reconocido como el mejor All Black del siglo XX, fallece a los 81 años
El jugador más temido de la historia del rugby, un gigante con una capacidad atlética impropia de su metro y 92, sería hoy un bajito ante segundas líneas de dos metros. Pero Colin Meads, fallecido esta madrugada en Nueva Zelanda a los 81 años víctima de un cáncer pancreático, fue un titán en los sesenta. Pocos representan una época como lo hizo él. Sus historias en los rucks, con piernas y mandíbulas segadas, sobrevivirán siglos. Meads fue el tipo más duro por su forma de impartir justicia en una era a años luz de los jueces de vídeo actuales y por su longevidad. No ha habido un All Black más venerado.
Meads no solo representa la fortaleza, lealtad y humildad que exige la camiseta negra, sino que ayudó como nadie a definir esos valores. No le bastaba con ser un All Black, debía ser uno ejemplar. Sorprende que un tipo siempre dispuesto a repartir estopa confesara su miedo a que una lesión le apartara del XV titular. No pasó a menudo. Meads disputó 133 partidos con Nueva Zelanda entre 1957 y 1971 –solo Richie McCaw, el jugador con más internacionalidades del rugby (148), le supera en los registros neozelandeses casi medio siglo después– en una época con un calendario muy reducido. Y en 1970 protagonizó el hito de volver al campo con el brazo roto sujetado de cualquier manera y jugar el partido entero contra Sudáfrica.
Medirse a Meads era un riesgo incalculable. No solo para los delanteros –alguno como el galés Jeff Young se marchó del campo con la mandíbula colgando– sino para el resto. La carrera del medio melé australiano Ken Catchpole se quedó en aquel ruck de 1968. Solo fue expulsado una vez, en 1967 ante Escocia en Murrayfield. Su apodo de Pino se lo puso un compañero, pero cuando el gigante se postraba ante ti solo veías su sombra. Veneraba la dureza y aceptaba su contrapartida de buen grado. Con todo, lo que quizás más impactaba en el vestuario era cómo sabía mover el balón cuando tocaba salir de la trinchera. Un competidor hasta la médula con la misión de ser un todoterreno: eso es un All Black.
Jugó en la época del amateurismo, aunque Nueva Zelanda siempre dio a sus jugadores la categoría de héroes. Meads era un granjero que abandonaba a sus ovejas para viajar durante meses con los All Blacks, unos orígenes que le hicieron siempre una figura respetable. Cada vez había más jugadores de núcleos urbanos y él representaba el trabajo duro de la Nueva Zelanda más rural. Vivió en su granja de Te Kuiti hasta el final. El pueblo, de unos 5.000 habitantes, le levantó una estatua de bronce en junio, su última aparición pública.
En su época no había mundiales, pero Meads fue reconocido como el All Black del siglo XX por la revista de rugby más importante del país. Capitaneó a la selección y lideró al grupo que arrasó en la gira británica de 1967 – con iconos como Waka Nathan, Ken Gray o Brian Lochore- votado recientemente como el mejor equipo que jamás ha tenido Nueva Zelanda. Fue igual de indomable tras su retirada. Se pasó a los banquillos y se enemistó con la federación nacional y el propio país. En 1986 llevó a su equipo, los Cavaliers, de gira por Sudáfrica saltándose el boicot internacional por el Apartheid. Ni esa mancha pudo convertirle en un proscrito. Volvería a entrenar a combinados neozelandeses y su biografía –Colin Meads All Black– fue un éxito. Deja esposa, cinco hijos, 14 nietos y siete bisnietos.
Meads fue reconocido como el All Black del siglo XX por la revista de rugby más importante del país.
Meads era el invitado perfecto para organizar una cena y recaudar dinero para causas nobles. Nadie como él para contar sus infinitas batallas y defender el viejo rugby contra los modernos del profesionalismo. Le diagnosticaron el cáncer hace un año y combatió a la enfermedad como si pudiera patearla para apartarla del ruck. En marzo juró que derrotaría a ese “bastardo”. Meads fue Meads ante cualquier adversidad. Ya no crecen pinos así.
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