Dickens y el fútbol
El negocio consiste en generar la ficción de que las temporadas no acaban. Todos esos partidos llevan al dinero
Antes llegaba el verano y tenías que cruzarte de brazos. No hacías nada especial, y si lo pretendías no podías porque no había casi nada que hacer, y si lo había, se hacía solo. Era normal, si alguien te decía que enroscases bien una bombilla, o que le echases crema, que tú respondieses “estoy de vacaciones, lo siento”, y siguieses con tu lectura o mirando cómo unos turistas robaban berberechos en la playa. Pero de repente el verano se llenó de raros significados, y ahora ya hay mil cosas que hacer. ¡Incluido ver un Madrid-Barça amistoso! ¡Y en Miami! Queremos que vuelvan los veranos de antes, cuando la gente llevaba bajo el brazo un libro de Dickens, o al menos de Stephen King, y sus vacaciones se reducían a leer esas novecientas o mil páginas. Se trataba del único asunto de vida o muerte que importaba.
Este sábado me desperté, conecté la radio y casi me caigo al escuchar la agenda del día: ocho partidos de pretemporada de fútbol, Eurocopa femenina, Mundial de natación, concentración de la selección de baloncesto, clásica de San Sebastián, Fórmula Uno, y por supuesto el Madrid-Barça. Me agobié tanto que me tapé con la sábana, me giré y me dormí. Esta sensación de ajetreo se intensifica en la medida que todo es televisado. En los veranos en los que los deportes sólo se seguían por los diarios, como si fuesen novelas antiDickens, al menos una parte del cerebro descansaba. Ya no. Nos han impuesto que lo veamos todo con nuestros propios ojos. Cuando nos damos cuenta es otoño. El negocio consiste en generar la ficción de que las temporadas no acaban. No puedes perderte su interrupción: es cuando más interesantes se ponen. En caso contrario, la gente podría acostumbrarse a leer a Dickens. De ahí esta tensión perpetua, con partidazos a finales de julio, amistosos, que no llevan a ninguna parte, salvo al dinero.
Si nos relajásemos, y notásemos las palpitaciones del viejo verano, alguien perdería millones. Por eso una de mis estampas favoritas sobre fútbol es una secuencia de El lobo de Wall Street, que no tiene nada que ver con el fútbol, pero como si lo tuviese. No es esa en la que el dinero cae del cielo, o en la que DiCaprio, en el papel del tiburón Jordan Belfort, se mete unas rayas sobre el culo de no sé quién, sino esa otra en la que se lo monta por su cuenta como corredor de bolsa y ficha a sus primeros brokers con experiencia en ventas: el Nutria, que vende carne y maría, Chester, que vende neumáticos y maría, Roby, que vende cualquier cosa que pilla, sobre todo maría, y Brad, que sólo vende drogas. Un día les pregunta cuál de ellos es capaz de venderle el bolígrafo que tiene en la mano. “Enséñanos cómo se hace, Brad. Véndeme el boli”, y se lo da. “¿Quieres que te venda el puto boli? Hazme un favor, escríbeme tu nombre en la servilleta”, le pide. “No tengo boli”, lamenta Belfort. Exacto. Brad sabe cómo crear una necesidad. Eso es el fútbol moderno. Me pregunto si sus dueños podrían hacer lo mismo con Dickens.
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